Por
  • Celia Carrasco Gil

La hora roja

La hora roja
La hora roja
Pixabay

No quisiera dejar que terminara este mes sin antes haberme acordado de una poeta que nació el 9 de febrero de 1904, una voz lírica con progresión de antorcha que supo ascender desde la nada hasta la luz y, en ese no-lugar de la hora roja, en su particular liturgia nacida del color y la armonía, llegó a sincronizar su aliento con toda luminaria. 

Hay en Elisabeth Mulder un rubí que sangra en cada pálpito y un placer doloroso al rojo vivo, una oración rupestre por cuántas cavidades en las que la autora se desprende de su ser en cierta ‘epojé’, en una suspensión, una llaga en el tiempo capaz de acoger en su crisol las gotas que (con)funde la palabra. En esta muerte teresiana que concede, hay cierta voz que opta por salir hacia la entraña, como una resonancia del carbunclo en qué vacío germinal, qué cuerpo desnacido hacia el fulgor o qué oquedad que canta. En esta voz poética, hay un volcán que brama sus latidos y los proyecta hacia otra dimensión, una lágrima de hoguera que crepita, corta y amenaza, una vena que cae hacia arriba en su rito iniciático de rosa, una herida de aurora que ahonda en las profundidades de la ‘claritas’. En esta voz el verso es siempre peregrino cuando hace del sendero su morada, como lecho de estrella, mutación de materia a la que el silencio no detiene. El color se desgrana. Su cromatismo vuelve a la caverna, retorna a los orígenes de un ritmo primordial acompasado. Y qué alondra de luz nos reverbera la ‘Sinfonía en rojo’ si su sangre se eleva hasta el canto.

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