Por
  • Ángel Garcés Sanagustín

El derecho al suspenso

El suspenso no tiene por qué suponer una humillación.
El suspenso no tiene por qué suponer una humillación.
HERALDO

La abigarrada legislación de protección de la infancia y la adolescencia recoge derechos de lo más variopinto. 

Siempre me ha llamado la atención que, por ejemplo, la ley aragonesa contemple el derecho de los menores a conocer su barrio. Ni que decir tiene que algunas bandas juveniles ejercen dicho derecho con plenitud. Sin embargo, la mejora del estatus de nuestros niños y adolescentes pasa por incorporar dos nuevos derechos a esta farragosa legislación. Paso a su concreción.

‘Derecho a ser corregido’. El derecho a la corrección es esencial para mejorar las habilidades del menor. Quienes estamos integrados en el infantil sistema universitario comprobamos diariamente que muchos interpretan la corrección como una ofensa. Anclados en la infalibilidad de Google y Wikipedia, sólo el móvil o el ordenador puede corregir su efímera ignorancia. No admiten la corrección ni en público ni en privado. Con una reforma legal de 2007, quedó formalmente suprimida la facultad de corrección que, de manera razonable y moderada, recogía el último párrafo del artículo 154 del Código Civil. Con ella no sólo se suprimió un derecho de los padres, también se eliminó un deber cuyo objeto no era humillar al menor, sino hacerle razonar y rectificar, inculcándole el sentido de responsabilidad.

‘Derecho a ser suspendido’. El derecho al suspenso es primordial en cualquier sistema educativo. Hay frases corrosivas que socavan los cimientos de nuestra sociedad cuando se utilizan en contextos inapropiados. «No hay que dejar a nadie atrás», se dice con asidua incontinencia. La frasecita en cuestión también se maneja contra el derecho al suspenso. Se dice que un tercio de los niños de las familias vulnerables abandonan la escuela, pero no se pone casi nunca en valor a los dos tercios restantes, quienes, a pesar de las dificultades, superan con creces las evaluaciones. ¿Por qué hemos de equiparar a unos y otros? ¿Acaso al atleta más preparado le decimos que espere al resto para que «nadie se quede atrás»?

Algunos, que también procedemos de familias humildes, aprendimos de nuestros progenitores, y no de ningún pedagogo necio, la cultura del esfuerzo y el valor de la meritocracia. Si he llegado hasta aquí es porque me corrigieron cuando me equivoqué, me castigaron cuando lo merecí e impidieron, con sus exigencias, que cayera en la indolencia del suspenso.

Suspender no es humillar. Estrictamente, supone demorar, postergar la calificación habilitante a un momento posterior. En el fondo, implica dar una segunda oportunidad. Recuerdo que, en los escolapios de Jaca, una de mis cartillas de notas venía forrada con las calificaciones que recibió Santiago Ramón y Cajal durante el año que estuvo internado en ese colegio. Mis brillantes calificaciones contrastaban con las desastrosas notas del futuro premio Nobel, cuyas altas capacidades intelectuales no fueron entendidas por aquellos curas trabucaires y garbanceros.

Recientemente, unos niños, que llevaban diez horas de juerga en un tren, fueron apeados del mismo junto a sus monitores. He oído quejarse hasta la saciedad a uno de los padres en los medios de comunicación. Aún estoy esperando que, desde la objetividad consustancial al contraste de opiniones, algún periodista entreviste a las personas que padecieron a los críos o al interventor que adoptó esa decisión.

La sobreprotección del sistema educativo contrasta con las exigencias propias del mundo laboral o, sencillamente, de la madurez. Educados para perpetuarse en la condición de niños, la tutela parental se extiende ‘sine die’.

No obstante, siempre viene bien recordar que nunca está garantizado el éxito. Todos somos titulares de un último derecho, el derecho al fracaso. El fracaso, además de hijastro de muchos errores, es vástago de dos virtudes, la fe en el intento y el sentido de la responsabilidad. Por eso huyo de quienes dicen que no han fracasado alguna vez en la vida. Denotan indolencia o irresponsabilidad.

Ángel Garcés Sanagustín #es profesor de Universidad

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