Por
  • Fernando Sanmartín

Nuestros buzones

Reparto de publicidad en los buzones de una comunidad de vecinos.
Reparto de publicidad en los buzones de una comunidad de vecinos.
José Miguel Marco

El buzón de mi casa, cuando regresaba de vacaciones, siempre era atractivo.

 Como una chica rubia que te sonríe. Y ya no es así. Porque antes, hace varios años, cuando volvía de vacaciones y empujaba una maleta como el que lleva un carro de la compra, o con una mochila llena de libros que uno había leído frente al mar, encontraba en el buzón decenas de cartas, sobres grandes y pequeños, y yo las cogía alegre, como quien toca un tambor. Pero ahora, cuando llego, el buzón está triste, casi vacío, se ha quedado sin trabajo y me da mucha pena verlo así.

Qué tiempos aquellos en los que entraban la publicidad del cerrajero o del gimnasio, las ofertas de una clínica experta en implantes dentales, los recibos del banco, la felicitación de cumpleaños enviada por El Corte Inglés, una invitación de boda, la postal inolvidable o esa confesión al oído en forma de carta. Qué tiempos en los que a veces coincidía con Miguel, uno de mis vecinos, exjugador de golf, que podría haber sido, por su porte, cazador en Kenia, o con Pepe, que lleva puesta la sudadera si sale a caminar como quien viste un smoking, cuando recogíamos nuestra correspondencia conscientes de que una parte de la misma era inútil.

El buzón conoce su derrota y sabe ya, como diría un conocido filósofo coreano, que el futuro es un presente prorrogado. Pero soy de los que no olvidan los instantes de felicidad y él ha sido mi cómplice. De vez en cuando, por eso, pienso escribirme una carta y enviármela a casa con un sello de correos. Para que llegue a mi buzón y disminuir un poco, si puedo, su soledad.

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