Un día luminoso

Un día luminoso
Un día luminoso
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Llega el buen tiempo y hasta los tejados florecen durante unos pocos días de mayo. 

Los tendederos se llenan de ropa recién lavada con olor a suavizante. Mantas y edredones, fundas de almohadas, jerséis de lana, plumíferos chillones y cortinas ondulantes saludan a sus congéneres por los patios de manzana. Dentro de casa recompongo varios jarrones de rosas y orquídeas con las que Antoine me sorprendió por mi cumpleaños. Recibí muchas llamadas ese día, más de las que esperaba. La noche anterior me entró una especie de vértigo horrible, como si me encontrase al borde de un negro precipicio al que nunca quise llegar. Me acordaba de otros cumpleaños, cuando siendo niña me daban a elegir el menú para ese día. Yo pedía manitas de cerdo un año, y pollo guisado al año siguiente. En la cocina de mi casa, ayudaba a Marina Hada Madrina a guisar esos platos. Recibo un mensaje de felicitación de Marina hija. Cree que su madre, a pesar del alzhéimer, aún me recuerda. Salgo a comer con mi familia a una terraza cerca de la ribera del Ebro. Mi madre permanece callada casi toda la comida. Ha olvidado los audífonos en casa. Cuando estamos a punto de levantarnos de la mesa, nos indica que permanezcamos sentados un momento. Se pone a cantar en bajito una jota que ha compuesto para mí: "La mejor hija del mundo". Contengo las lágrimas. No debería haberme vestido de negro en un día tan luminoso. La jota de mi madre dice que lo único que desea es verme contenta. Volvemos despacito a casa. El precipicio se desvanece como un espejismo.

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