Por
  • Pablo Guerrero Vázquez

23-A

Manifestación en Madrid para pedir la autonomía plena de Aragón en 1992.
23-A
Archivo Heraldo

Este último San Jorge, escondido en un fin de semana ramplón, sin puente que lo encale, ha quedado, posiblemente, algo deslucido. 

Casi mediado el primer cuarto del siglo XXI, parece apaciguado el fervor autonomista que caracterizó la celebración del Día de Aragón en el último cuarto del XX. Hoy, casi el 50% de los aragoneses ‘nunca’ o ‘rara vez’ discuten sobre temas de actualidad política relacionados con la Comunidad autónoma, tal y como atestigua una reciente encuesta elaborada por la Fundación Manuel Giménez Abad.

Quizás se nos ha acabado el fervor de tanto usarlo, aunque los datos de apatía en Aragón no difieren de los que presentan otras comunidades autónomas, y el desinterés hacia la política –sea nacional, europea o subcentral– se sitúa, según algún barómetro del CIS, en cifras similares. Ahora bien, mal de muchos no es consuelo.

Urge hacer pedagogía sobre la intensidad con la que la Comunidad autónoma interviene en nuestra vida cotidiana. Y en el hecho, también, de que dicha intervención ha sido a todas luces positiva: tanto en lo que se refiere a la creación de riqueza, como a la prestación de servicios.

La pedagogía hay que hacerla a tiempo, ya que su falta puede terminar siendo inconveniente. Un buen ejemplo de ello es la reforma estatutaria que se está tramitando estos días en las Cortes, especialmente en materia de aforamientos: una figura generalmente malinterpretada y cuya explicación ha sido dejada de lado, lamentablemente, por parte de nuestros representantes.

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