Dos monstruos

Dos miedos
Dos miedos
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El terror atómico me intoxicó en la infancia, la edad más porosa. 

No en vano, nací dos años después de la crisis de los misiles en Cuba, en la que la generación que me educó vio el abismo. Una generación que era fruto de la que había enmudecido ante la devastación de Hiroshima y Nagasaki. La ley del hongo atómico, un icono del siglo XX, presente en cómics, películas y libros escolares, regía el planeta.

De adolescente, me refugié en la creencia optimista de que el miedo al hongo, angustioso, pero de improbable materialización, había sustituido al temor ancestral, concreto y una infinidad de veces cumplido, a que una horda masacrara tu casa. Esto último seguía pasando en el mundo, pero, según quería creer entonces, de modo excepcional, cada vez con menos frecuencia y lo bastante lejos.

Más adelante, en la segunda mitad de 1983, la Guerra Fría, enconada desde hacía unos pocos años, ofreció tres últimos episodios críticos: el derribo, el 1 de septiembre, del ‘Vuelo 007’ de Korean Air; el incidente del 26 de septiembre, llamado ‘del equinoccio de otoño’, en el que la URSS casi respondió a un ataque inexistente; y los ejercicios ‘Able Archer 83’ de la OTAN, del 2 al 11 de noviembre, que fueron tenidos por algo más que una provocación.

Sin embargo, casi una década después, de repente, cayó el Telón de Acero y mi terror atómico se adormeció. Y así ha seguido, pese a las guerras yugoslavas y al peligro de Corea del Norte e Irán, hasta que hace unos días empezaron a desperezarse en mi mente los dos monstruos que produce el sueño de la razón, el nuclear y el de la horda.

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