Un simple paseo

El Ebro y el Pilar.
El Ebro y el Pilar.
Oliver Duch

Bajamos a ver el Ebro. La mañana es clara y fría. He convencido a mi madre para que salga de casa y es ella quien elige el recorrido.

 Qué hermoso!, dice al asomarnos a la barandilla del paseo, junto al Puente de Piedra. El color verde oscuro de las aguas me hace pensar en los grandes ríos europeos. Hace unos días vimos un documental sobre el río Moldava que aún permanece en mi retina. La bellísima melodía que Smetana compuso para el gran río centroeuropeo suena en mi cabeza y se adapta perfectamente a la corriente del Ebro. Le sugiero a mi madre emprender el regreso a casa pues la noto fatigada. Pero ella quiere seguir hasta el Pilar. Dice que está feo pasar ante la puerta de un amigo y no entrar a saludarlo. Suele suceder que camina más deprisa cuanto más cansada está. Su impaciencia me inquieta e intento frenar la marcha. Tras un ratito de descanso en un banco de la capilla, aún quiere mi madre ver a la virgen de la Esperanza. Me alegra que el acceso hasta el fondo de la basílica esté cortado y luego me siento un poco miserable. Tal vez no soy tan buena hija, después de todo. Iremos por el exterior. Mi madre vuelve a acelerar el paso. De repente tropieza con alguna irregularidad del suelo y yo la sujeto del brazo como a una cometa que quisiera salir volando. En un tono liviano y alegre dice: “Quien tropieza y no cae, avanza”. Me hace gracia, por su optimismo, ese dicho que yo no recordaba haberle escuchado nunca. Tropiezas y avanzas. Tropiezas y te elevas un instante por encima de cualquier miseria.

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