Piedras.
Piedras.
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El cielo está completamente limpio. 

No hay nubes, ni estelas de aviones, ni siquiera aves o pájaros, tan solo alguna paloma que no merece mi atención. Hace frío, un frío que lo agranda todo. El primer sol de la mañana proyecta largas sombras en la pared color albero de mi terraza. Los geranios resisten a duras penas las últimas heladas. A pesar del sol, es una mañana triste. Ayer estuvimos en el entierro del padre de una amiga. Siento la pena de mi amiga, que ha sido la mejor hija del mundo y llora como una niña desconsolada.

Me acuerdo de otros entierros. Demasiados. Cada uno de ellos cae como una piedra en lo hondo del corazón. Conforme cumplimos años, la frecuencia se acelera. Y el corazón acusa ese lastre luctuoso. Leo un artículo sobre el suicidio de Virginia Woolf. Las piedras con las que llenó sus bolsillos –ahora lo veo claro- simbolizaban las penas que había ido acumulando a lo largo de su vida. Demasiadas. Tengo miedo de la tristeza. Ya dijo Virginia Woolf que solo el grosor del filo de una navaja separa la felicidad de la melancolía.

El termómetro exterior marca medio grado positivo cuando marcaba medio negativo hace apenas unos minutos. Es señal de que el día solo puede ir a mejor. Tomo un antiinflamatorio para la lumbalgia. Me acuerdo de mi abuela, que siempre venció los dolores del cuerpo y del alma a base de no parar quieta. Para ella sentarse era como bajar el pico dándose por vencida. Porque la tristeza lleva a la inacción, y la inacción a la tristeza.

Me pongo el abrigo y los guantes dispuesta a ventilar en la calle todas las penas.

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