En un tren francés

'En un tren francés'
'En un tren francés'
Pixabay

Después de un mes viajando en trenes muy ocupados, aquel largo habitáculo casi vacío me produjo un inesperado confort. 

Además, las butacas libres permitían apreciar mejor el interiorismo hortera de los trenes franceses de esos años, los ochenta del siglo XX. Para colmo, a través de la ventana que tenía a mi costado entraba la brisa marina, con la que llegaba también el embriagante frescor de los pinares que separaban la vía férrea de la costa, formando una cadena boscosa que filtraba el incendio del atardecer.

Sin embargo, tal paraíso rodante apenas lograba mitigar la decepción que ensombrecía mi exigente espíritu juvenil. El anhelado extranjero me había dejado frío. En ese momento, me parecía igual de cutre que mi país. Y suponía también que ninguna de las prometedoras amistades que había hecho por el camino tendría la oportunidad de consolidarse. Este mal presagio, que, por otra parte, luego no se cumpliría, remachaba la sensación de que el viaje, en el que había gastado los ahorros de un año, no había valido la pena.

Anochecía, cuando el convoy paró junto a un andén atiborrado. "Se acabó la buena vida", pensé. Minutos después, efectivamente, el coche se llenó de familias que volvían de la vendimia. Ni una plaza libre. En lo de la buena vida, en cambio, no podía estar más equivocado. Aquella gente menuda, oscurecida por el sol del sur, alegre, cívica y generosa, cuya jerga yo comprendía a medias, me invitó a cenar opíparamente y le dio sentido a mi viaje. No he vuelto a ser tan español y, a la vez, tan de todas partes, como lo fui en aquel tren francés.

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