88.000 palabras
Esta es la historia: una joven lexicógrafa que trabaja para el Diccionario Swansby descubre muchos años después que un empleado, el bueno de Winceworth, se inventaba palabras, con sus significados, y las colaba entre las palabras verdaderas.
Era la única manera que se le ocurrió de influir en el mundo, de dejar un legado tras su paso por la vida. Cuando la gente utilizara esas palabras de su invención para definir cosas como "el desplazamiento de una polilla", "la irritación causada porque a uno le estropeen el desenlace de una historia" o "llenar un vacío con azúcar glas y elocuentes mentirijillas compartidas", por ejemplo, agrandaría el mundo. Esa es la historia de la primera novela de Eley Williams, ‘El diccionario del mentiroso’.
La de aspectos de la vida que no sabemos nombrar. ¿Existe una palabra para definir el molesto roce de una uña rota con la ropa? ¿Y otra para ese momento en que vamos a decir algo inconveniente y, aun sabiendo que después nos arrepentiremos, lo decimos? ¿Cómo llamaríamos al miedo a perder nuestro turno en la cola del supermercado por salirnos un instante para coger un último artículo?
El diccionario de la RAE contiene unas 88.000 palabras. Son demasiadas para recordarlas todas. Pero, en el fondo, son poquísimas. Hay tanto por nombrar. ¿Cambiaríamos el mundo si le añadiéramos otras 88.000? Ay, los libros, esos objetos llenos de palabras que pueden volverlo todo del revés.
