La mascarilla en los ojos
Hemos tardado en asimilar que la enfermedad del Covid-19 se propaga con mayor facilidad que las que causan los seis coronavirus que le precedieron, porque incluso las personas casi asintomáticas son capaces de transmitirlo.
Hemos tardado demasiado a comprender que el problema no es subestimar el riesgo de contraer el Covid-19, sino el de estar contribuyendo, sin saberlo, a propagar una pandemia que puede colapsar los servicios de salud.
Hemos perdido un tiempo preciado mirando para otro lado cuando los hechos nos gritaban desde China y Corea del Sur que era necesario tomar medidas drásticas para evitar el mal mucho mayor.
Hemos señalado a Italia como responsable de nuestra entrada de enfermos sin que algunos anularan su agenda aunque incluyera viajes a Lombardía.
Hemos visto cómo se han clausurado las clases en Madrid y buena parte de los universitarios del resto de España que estudian en la capital, lejos de autoaislarse para evitar expandir la enfermedad, lo han celebrado volviendo a sus casas en Galicia, Extremadura o Aragón.
Hemos actuado como si, por ser europeos, lleváramos un escudo anticoronavirus instalado de serie en nuestro organismo.
Hemos puesto a prueba el termómetro del egoísmo social y del oportunismo político y el resultado está a la vista.
Nos pusimos la mascarilla en los ojos pensando que así nada alteraría nuestra confortable vida. Ojalá estemos a tiempo de quitárnosla y reconducir la situación con responsabilidad.