Francisco Ibáñez: retrato del dibujante que hacía reír a los niños y a los adultos
Yo puedo escribir mi vida en una frase: ‘Francisco Ibáñez fue un gilipollas que trabajó, comió, trabajó, durmió, trabajó, pensó, trabajó, trabajó y trabajó’”, dijo en 1998 a ‘La Vanguardia’ Francisco Ibáñez (Barcelona, 1936.2023). El autorretrato es nítido: Ibáñez, como era conocido, fue ante todo un trabajador incansable, estajanovista, un dibujante atado a sus gafas de miope que siempre llevó un lápiz entre las manos. A través de sus personajes y sus historietas hizo una personalísima crónica o un abanico de asuntos del país donde había muchas cosas, muchos elementos, sociología a espuertas, grandezas y miserias humanas, pero sobre todo relatos llenos de humor.
El suyo fue un caso claro de vocación y de atracción por el dibujo, las caricaturas, los álbumes completos y el arte de contar con secuencias y con bocadillos. Dicen que firmó desde que publicó su primer dibujo en ‘Chicos’, a los siete años, más de 50.000 páginas, que realizó más de 200 historias completas y un millar de historietas; tampoco sería fácil inventariar la cantidad de personajes que inventó y a los que les dio algunos de sus rasgos. Su fecundidad es prodigiosa. Creó personajes que solían tener peculiaridades, extravagancias, rarezas, y que en el fondo resumían también su forma de mirar, un tanto expresionista o irónica, a sus semejantes.
Si le preguntaban por política solía decir, “¡Cero!”, como si eso fuera posible. Está claro que es un cronista gráfico un poco a su pesar: es un narrador visual al que le vale todo y practica un humorismo más amable que corrosivo que pide atención y ganas de disfrutar. La realidad, cada vez más, parecía acomodarse a sus ficciones.
Ibáñez se formó en un tiempo en que la historieta alcanzó su esplendor absoluto sobre todo en sus años de Bruguera: desde 1957 a 1985, un período de casi treinta años en el que probó su talento, su ingenio, su versatilidad y su rapidez. Admirador de Escobar, de Vázquez y de Peñarroya, botones durante un tiempo y luego oficinista, dio el salto hacia la profesionalización absoluta a pesar de la opinión de su familia, y en Bruguera lo hizo todo. De ahí esa frase del inicio: trabajó sin descanso como mejor sabía. Y su cabeza era como un volcán en continua ebullición de ideas y argumentos.
Lo aprovechaba todo. Y siempre le ha gustado hacer guiños a la literatura –Mortadelo y Filemón era una parodia y un juego con Sherlock Holmes de partida que nació en ‘Pulgarcito’ en 1958; Ofelia, grande y redonda, de rizos en el papel era su homenaje a Shakespeare, le gustaban los ripios, el humor directo- pero en el fondo lo que más le inspiró fue la vida misma y su propia biografía. Mortadelo y Filemón son sus grandes personajes, los que lo harían célebre, sobre todo a partir de 1970, e irían evolucionando en otra dirección: Filemón, ese jefe al que todo le sale mal y que recibe golpes por doquier, y Mortadelo es como un transformista constante que no se adapta a la realidad, o se adapta en exceso porque es hábil, astuto, rápido y temerario.
Es el creador de ‘La familia Trapisonda’, que es el equivalente de ‘La Familia Cebolleta’ de Vázquez; por su experiencia como botones creó a ‘El Botones Sacarino’; ‘Rompetechos’ es un homenaje a sí mismo, calvorota eterno, que decía que llevaba gafas ‘rompetechos’ y era un despistado de manual por leve ceguera; era su ‘alter ego’ y también una de esas criaturas que presentan anomalías o psicopatías como los personajes de Javier Tomeo. Y su documento sociológico excepcional, el caleidoscopio de las pasiones humanas y de un país, es ‘13 rue del Percebe’, que inició en 1961 en ‘Tío Vivo’.
El período Bruguera, con sus contradicciones y el maltrato laboral, fue un lapso excepcional para Ibáñez, que se integraría en 1988 en Ediciones B. A lo largo de los años sus personajes abrazaron variedad de asuntos, y como lo fuera el aragonés de Sitges Antonio Mingote o Antonio Fraguas, ‘Forges’, incorporó la vida española -la política, el fútbol, la tele-basura, las películas, hechos históricos– a sus trabajos. La revolución del gag ya la había hecho. Tenía inspiración, constancia y gracia, nunca quiso hacer discursos, prefirió parecer un hombre corriente, casi fatalista, condenado a divertir y alumbrar el mundo de felicidad, de humor y de ironía. Y en eso quiso ser insaciable. Vivió para dibujar y hacer reír. Eso sí, sus personajes han dado la vuelta al mundo y, en el caso de Mortadelo y Filemón, han saltado al cine con Javier Fesser.
En Zaragoza ha estado muchas veces. No paraba de firmar ni de hacer dibujos. Y mientras se deslizaba el rotulador aprovechaba para hablar con los niños, sobre todo. Tenían mucho que decirle y parecían poseer el poder inexorable de descubrir el ángel de bondad que había en él.