CINE

Pepito Grillo era aragonés

La voz del personaje del 'Pinocho' de Disney fue doblada al español por el zaragozano Pablo Palitos.

Sus tipos 'étnicos' eran muy aplaudidos: el alemán, el italiano, el francés...
Pepito Grillo era aragonés
ARCHIVO LA GACETA

Hoy nadie se acuerda en Aragón de Pablo Palitos, y eso que llevó a su patria chica en lo más hondo del alma. «En las comidas y reuniones familiares cogía una guitarra y se ponía a cantar -rememora ahora su hija Graciela Pal, desde Argentina-. Era entonar una jota y no poderla acabar. Se le hacía un nudo en la voz».

El zaragozano Pablo Palitos fue uno de los grandes actores cómicos de la Argentina del siglo XX. En los platós y escenarios hacía reír, y mucho, pero a menudo en sus papeles era la voz de la conciencia de algún otro de los protagonistas. Por eso no es extraño que cuando Disney quiso doblar al español una de sus películas más emblemáticas, 'Pinocho', fuera elegido para darle voz al personaje de Pepito Grillo.

Pablo Palos, 'Palitos' de nombre artístico, nació en Zaragoza el 8 de febrero de 1906, en plena parroquia del Gancho. Sus padres tenían un puesto en el Mercado Central y muchas mañanas los acompañaba a vender mercancías. Pero buena parte de la familia había sido víctima ya del 'veneno' del mundo del espectáculo, y Pablo sucumbió también. «Sus tres hermanos mayores formaban el Trío Palos, que hacía números de baile -relata Graciela Pal-. Les salían muchas actuaciones por toda España. Al final la madre tuvo que irse con el trío, y su padre y él se quedaron en Zaragoza». Y es que el Trío Palos, dos chicas y un chico, María, Consuelo y Esteban, lo mismo actuaban en Bilbao que en Cartagena, en Tánger que en Lérida, en Barcelona o Portugal.

Un actor todoterreno

Se anunciaban así: «Trío Palos. Celebérrimos artistas heterogéneos. Exclusivos en muchos trabajos. Bailes, couplets, duettos, monólogos? Repertorio extenso y novísimo. Especialidad en los bailes flamencos y más singularmente en los zapateados flamenco e inglés». En su repertorio también llevaban jotas, claro. La familia no tardó en reunificarse y a la altura de 1916 el trío ya se había convertido en cuarteto: mantenía su nombre pero ya se anunciaba actuando con «el Petit Palitos». Era él. «Todo lo que tuvo fue natural: fue un maestro de sí mismo», subraya Graciela Pal.

Y en el 18 ganaron el primer premio en el Concurso de la Crítica de Buenos Aires. Tenían familia en Argentina, adonde llegaron por un contrato, y acabaron instalándose todos allí. Pero, como correspondía a las gentes del espectáculo en aquellos años, antes recorrieron mundo. Mucho mundo. Pablo todavía no había acabado de crecer y se enamoró de una manera fulminante, arrebatada, total. «Se casó con 18 años cuando mi mamá, María de la Paz, tenía solo 15 -relata su hija-. Tuvieron que hacerlo en el único sitio del mundo donde dejaban que los menores contrajeran matrimonio sin autorización paterna: el peñón de Gibraltar. Llegaron a cumplir 64 años de casados, queriéndose desde el primer día y amándose hasta el final».

Fue el suyo, también, un amor itinerante. La hermana de su esposa era cupletista y tenía una compañía de varietés, así que todos en la familia sabían de las esclavitudes del mundo del espectáculo: hoy aquí y mañana allá. Pablo alternaba el teatro, la revista y, desde 1933, el cine. Debutó en el séptimo arte en Brasil, país en el que vivió también algunos periodos. Su primera película argentina, 'Palermo', es de 1937. A ella siguieron algunos de los grandes clásicos allí: '¡Segundos afuera!', 'El ladrón canta boleros', 'Detective' y, sobre todo, 'Hay que educar a Niní', junto a Niní Marshall.

Como actor todoterreno que fue, adoraba también el teatro. Tuvo compañía propia y participó en algunos de los montajes más celebrados de su época, desde 'Intermezzo en el circo' e 'Irma, la dulce' a 'Un ángel llamado Pérez'. Con 'La tía de Carlos', por ejemplo, superó las 1.000 representaciones. Y a principios de los 40 hizo doblaje. Fue el Pepito Grillo de 'Pinocho', el Timoteo de 'Dumbo' y el Tambor de 'Bambi'. En aquellos años, Disney doblaba al español en Argentina (luego lo haría en México), y distribuía el sonido para todo el ámbito hispano.

Tuvo, también, momentos difíciles. «Como tantos otros, abrazó la causa peronista -relata el periodista argentino Jorge Carlos Álvarez Pieroni-. Eva Duarte, la segunda mujer de Juan Perón, fue en su juventud una actriz de poca monta que reivindicó el cine y el teatro. Al igual que a Franco en España, a Perón se lo amaba u odiaba en Argentina de manera visceral. Muchos artistas que no comulgaban con la pareja gobernante (1946 a 1955) debieron exiliarse en Uruguay. Y luego ocurrió lo contrario. A Palitos, al triunfar la revolución que derrocó a Perón en septiembre de 1955, se le cerraron todas las puertas y debió partir hacia Estados Unidos, primero, y luego a otros países americanos».

«Tenía simpatía por Perón -matiza Graciela Pal-, pero más en lo personal que en lo político. Eran muy amigos, pero mi papá nunca estuvo afiliado al partido y mi mamá no tenía ninguna simpatía por Perón. Lo pasamos mal: él se tuvo que ir para poder trabajar, y se rompió el lomo para mandar dinero a casa. Estuvo dos años fuera y no olvidaré nunca el día en que volvió, cuando lo vi bajar del avión. Me traía una muñeca... El olor de esa muñeca lo llevo todavía impregnado en mí».

Y vuelta a trabajar: teatro, cine, televisión, radio... Se escribían obras y se diseñaban programas pensando solo en él. Hacía giras por varios países, incluida España -siempre que venía a Zaragoza iba a visitar a la Virgen del Pilar-. Durante décadas, no se pudo hablar de comedia en Argentina sin referirse a este actor genial.

Para definir su arte, nadie mejor que su hija Graciela que, pasados los 60 años, tiene una trayectoria profesional casi tan dilatada como la del propio Pablo Palitos: «Él era muy sincero en su trabajo, muy sutil en el humor. Le daba una emotividad enorme a todo lo que hacía y siempre ponía un plus especial. Intentaba en todo momento ser creíble, respetuoso con el público y con el compañero. Por eso fue tan querido en la profesión. Yo he aprendido mucho de él: aprendía incluso cuando le veía mover un dedo. Como a muchos otros grandes cómicos, le encantaba hacer papeles dramáticos».

Elegante, mundano y coqueto (era el actor favorito del gremio de los sombrereros de Buenos Aires), falleció el 26 de febrero de 1989, a los 83 años. Fuera de los escenarios, fue, también, irrepetible. Dejó tras de sí un vendaval de anécdotas. En su casa, por ejemplo, había decorado una estancia como si fuera una taberna española. La bautizó 'La bien pagá' y la llenó de trofeos que le enviaban sus amigos toreros.

Muy famoso es el episodio de los caballos enanos. Gran aficionado a la hípica, fue campeón de saltos y criador. Junto a su amigo Julio Falavella creó una raza enana de estos animales (con una alzada máxima de un metro y sin nada que ver con los ponis). Eran animales que cabían en el maletero del coche, que casi se podían llevar bajo el brazo. En el Seat 600 de una de sus hijas solía quitar el asiento delantero y se llevaba uno de ellos de copiloto. Regaló un par de ejemplares a Kennedy y su 'invento' acabó apareciendo en la revista 'Life'.

Le gustaba vivir bien y sabía, como dicen en su país de adopción, 'tomar'. Las tertulias en su casa eran legendarias: podía sentar en la misma mesa a Alejandro Casona, al pescadero de la esquina, a un cura, un comunista, un militar y el quiosquero al que le compraba el periódico todas las mañanas. Y jamás hubo ni una discusión ni un grito. Y siempre, ya está dicho, al acabar las comidas en familia cogía la guitarra y todo el mundo a cantar. Flamenco, porque era admirador de Manolo Caracol. Y, claro, como asegura su hija, a evocar a Aragón. «Cantaba una jotica -vuelve a recordar-, y se le cerraba el pecho. Es que se le hacía un nudito en la garganta y se le llenaban los ojos de lágrimas».