El incidente Sánchez
Aquella célebre conllevanza que prescribía Ortega como mejor manera de afrontar el conflicto con Cataluña se ha convertido en realidad en la actitud más sensata para soportar toda la política española. Menos elevado, pero igualmente válido, sería el término resignación.
Esto implica el tácito reconocimiento de que no hay solución definitiva a cuanto ocurre. Lo cual abunda en la naturaleza conflictiva que sostiene a la política. La discordia es esencial, aunque el tono y la forma de abordarla –y esto es lo que ahora se ha puesto sobre la mesa– admitan grandes diferencias. Se constata bien en la degradación que se percibe. En medio de este páramo, de nada sirve rasgarse las vestiduras pero tampoco escenificar por sorpresa arrebatos de oportunista dignidad.
Sería absurdo no estar de acuerdo con la necesidad de una reflexión sobre la proliferación de la falsedad y el bulo o el menosprecio y el ultraje hacia el adversario político. Pero ni quien lo plantea, ni el montaje elegido, ni la solemne y belicosa exposición de sus conclusiones, ni siquiera el momento, la hacen creíble. Son muchos obstáculos. Sánchez se ha hecho acreedor de una abrumadora desconfianza, una fama sólida, ganada a pulso en el tiempo. Y resulta paradójica tanta promoción de una cierta memoria histórica para acabar engullido por la hemeroteca.
Causa vergüenza recordar cosas muy evidentes. Por ejemplo, que la manera de combatir los bulos en una democracia es informar y explicar, un ejercicio que por alguna inquietante razón ha decidido obviarse en esta farsa, a la que ‘Der Spiegel’ ha dado categoría de telenovela. Tal vez el objetivo de este incidente parentético –se hace difícil incluso dar nombre a lo que ha pasado– es que el líder, el ‘puto amo’ según un dicharachero ministro siempre afanoso por ganarse medallas, ha mostrado el abismo a sus seguidores. La simple visión apocalíptica de su ausencia ha provocado desesperación, llanto y rechinar de dientes. No es que no perciban en él al depredador que bala bajo la piel de cordero enamorado. Pero es su depredador. Y le basta con rugir solo para advertir de que hay otros que merodean.
(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Alejandro E. Orús en HERALDO)