Talleres Díez, donde se reparan patas de somier y se restauró la Recopa del Zaragoza

Marco representa a la tercera generación del negocio que su abuelo Félix abrió en la calle María Moliner de Zaragoza hace 80 años. 

Marco Díez, en su taller de la calle María Moliner.
Marco Díez, en su taller de la calle María Moliner.
L. V.

Cuando Félix Díez abrió su taller de restauración en el número 70 de la calle María Moliner de Zaragoza en el barrio solo estaba la fábrica de La Zaragozana y todo lo demás eran campos. Su hijo José y él cazaban delante mismo del taller e iban a pescar a la acequia. De aquello hace más de 80 años y, aunque la zona ha cambiado, Talleres Díez sigue en el mismo lugar. Tampoco están ni Félix ni José, pero sigue habiendo un Díez. Se trata de Marco, nieto del fundador y tercera generación de esta familia de restauradores a la que todavía se la conoce en el barrio como “los cameros”. Y es que en sus inicios, gracias a Pikolín, el negocio de las camas estaba en auge y de hacer camas vivió el negocio durante muchos años.

Con el tiempo, se incorporó José y conforme las camas niqueladas dejaron de llevarse tanto, empezó a hacer trabajos de restauración para sacar adelante el taller. Marco no tardaría en incorporarse al negocio y que, como él mismo reconoce, “como no valía para estudiar, a los 13 años mi padre me orientó hacia el taller”. “En aquella época se compraban relojes de bronce de fundición y había que limarlos y ajustarlos antes de venderlos. Con 14 ó 15 años llevaba ya las manos llenas de callos y al preguntarle a mi padre que cuándo me iba a pagar él me respondía que si comía todos los días ya estaba bien”, recuerda con cariño. 

De aquel entonces también recuerda cómo era el barrio. “Cuando era pequeño había tiendas de suministros industriales donde ahora hay bares. Estaba la fábrica de futbolines Val, una de remolques, otros talleres… Esto era una zona muy industrial pero unos cerraron y otros crecieron, por lo que tuvieron que salir a los polígonos porque en plena ciudad los ruidos y la suciedad molestan. Después, muchos de los que se fueron no tenían trabajo porque vivían de la gente del barrio”, rememora. 

Asunción de responsabilidades

Aunque ya llevaba varios años de bagaje, cuando Marco apenas había cumplido la mayoría de edad, su padre se jubiló y el joven se quedó al frente del taller. “Tenía que sacar dinero para mí y también para darle a mi padre, que murió cobrando una pensión de 601 euros”. Tanto entonces como ahora, la familia vivía encima del taller, en dos plantas que el abuelo Félix construyó. En el primer piso es donde Marco, su mujer y sus dos hijos tienen su domicilio, y en el segundo vive su madre, con 90 años. “Lo bueno es que estoy al lado y lo malo es que la gente se lo sabe y llaman al timbre a cualquier hora”, confiesa Marco, cuyo trato con el cliente es ya casi más propio de los pueblos que de la capital. 

Y es que para él su trabajo es también un servicio que presta al barrio, sobre todo a los vecinos más mayores que son clientes recurrentes de toda la vida. “Vienen porque se les ha roto la pata de un somier y hay que soldarla o con otros trabajos de poco valor. Pero para mí no hay guerra pequeña y hay que prestar servicio”, explica. 

Al mismo tiempo, por las manos de Marco han pasado encargos curiosos, como el que le hizo el Museo de Ciencias Naturales, que le pidió las peanas para colocar fósiles que él mismo tuvo la oportunidad de manipular. Y para el recuerdo pasará cuando este artesano restauró la mismísima Recopa de Europa que ganó el Real Zaragoza. También hace pasos de Semana Santa y, en tiempos, cuando los anticuarios estaban en voga, trataba con muchos bronces franceses y otras cosas curiosas.

“Todavía uso una pulidora de mi padre de hace 50 años”

Los años han pasado y las tendencias han cambiado pero no lo ha hecho la forma en la que trabaja Marco. Y es que por mucho avance tecnológico que haya, la labor de este restaurador es muy manual y, para prácticamente ningún proceso se puede ahorrar tiempo con una máquina. “Hay tantas piezas diferentes que lo tienes que trabajar de forma individual todo. Uso máquinas que tienen 30 ó 40 años e incluso sigo empleando una pulidora que era de mi padre y que tiene 50 años”, asegura. 

“Hay tantas piezas diferentes que lo tienes que trabajar de forma individual todo"

Para Marco, el taller es su casa, no solo metafóricamente hablando. Vive encima aunque pasa más horas abajo, entre máquinas. Cada día, de lunes a viernes, se levanta a las 5.45 y a las 6 ya está trabajando. Se toma un descanso para comer, de 14.30 a 15.30 y después, continúa hasta las 19.30 o las 20. Y durante todo ese tiempo tiene la persiana levantada y atiende a los clientes. “Antes también abría los sábados por la mañana pero desde que tengo a mis dos hijos, el fin de semana lo dedico a ellos”. 

Si por él fuera, nunca dejaría de trabajar. Ni siquiera si le tocara la lotería. “Seguiría haciendo esto aunque fuera para amigos o restaurando cosas para mí. “Lo que hago no me supone ningún esfuerzo y es casi terapéutico. Pasan las horas y no me doy ni cuenta, y el subidón que da cuando terminas la pieza y ves la foto del antes y el después…”, asegura. 

Pensar en su jubilación le da cierto respeto porque le gustaría poder hacer como su padre y su abuelo, que hasta apenas meses antes de morir seguían bajando al taller. “Me gustaría que hubiera relevo generacional y que al menos uno de mis dos hijos continuara con el negocio. No me gustaría jubilarme y que, de un día para otro, después de toda la vida trabajando no pueda seguir viniendo al taller. Casi no tengo amigos porque dejé de dedicarles tiempo, tampoco me gusta el fútbol o el bar, y no tengo hobbies”, confiesa. 

El futuro 

Su mirada al futuro es optimista y cree que la próxima generación de restauradores va a ser “la buena”. “La gente ya empieza a distinguir entre reparación y restauración, y entienden que a veces el arreglo cueste más que la pieza pero lo hacen por una cuestión sentimental. Además, en los próximos años cada vez se van a querer hacer menos cosas con las manos y este servicio se apreciará mucho más”, vaticina. 

“Si al final no hay relevo, jamás traspasaría el taller. Sería como ver a alguien vestido con tu ropa interior".

No es casualidad, dicho sea de paso, que el cartel de su taller diga J. Díez. J de su padre José, pero también de su hijo Jaime. “Si al final no hay relevo, jamás traspasaría el taller. Sería como ver a alguien vestido con tu ropa interior. Esto es o para la familia o para nadie”, dice, convencido. 

Pero para ese momento todavía quedan años por delante y Marco vive en el presente. Un presente que, dada la demanda creciente de encargos industriales y de mayor tamaño, ha llevado a este restaurador a abrir una nave en el polígono de La Cartuja donde desarrolla este tipo de trabajos más grandes. “Es un proyecto que está arrancando y ahí tengo a dos empleados que me ayudan”, explica. Pero, no se engañen. Si alguien busca a Marco Díez, el nieto de Félix, el hijo de José, el camero, no lo encontrarán en un polígono industrial, sino en su taller de toda la vida, en su barrio, en su casa.

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