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Una tarde en 'el convento de los temporeros' de Calatayud

Un empresario agrícola ha alquilado el monasterio de San José, ocupado hasta hace cinco años por monjas de clausura. 150 trabajadores del campo búlgaros se alojan en sus antiguas celdas.

Tibi Botos se asoma a lo que en su día fueron las celdas de las monjas de clausura del convento de San José, a las afueras de Calatayud. Él y su mujer, Ana, trabajaron muchos años en el monasterio. Eran las únicas personas que tenían contacto con las dominicas. “En el año 2000, cuando llegamos, había 22 religiosas que hacían una clausura total”, recuerda. A finales de agosto de 2015, las últimas cinco religiosas, octogenarias todas ellas, dejaron este edificio. Dos sacerdotes se mantuvieron como ‘guardianes’ del convento hasta el pasado mes de noviembre. Desde entonces, unos perros han sido sus únicos moradores.

Ahora, esas celdas son habitaciones con literas que acogen a 150 temporeros. Los pasillos del centro, donde antes dominaba el silencio, hoy son un hervidero. Los recorren decenas búlgaros que durante el día cogen cerezas en Olvés y que por la tarde descansan en lo que hasta hace poco fue un espacio de recogimiento y oración. Estos días, Tibi vuelve a trabajar en el convento arreglando desperfectos, solucionando las averías y controlando que todo está en orden.

Este peculiar alojamiento de temporeros fue la solución que encontró el empresario Alberto Pérez, propietario de Mountain Cherry, de cara a un verano que se preveía especialmente peligroso en el campo por la crisis sanitaria. Como se ha demostrado en otras zonas agrícolas de Aragón y del resto de España, las condiciones de vida que en ocasiones sufren los temporeros que recogen la fruta son un caldo de cultivo perfecto para el coronavirus. En Calatayud, de momento, no ha habido que lamentar ningún rebrote similar a los de Fraga o Caspe.

A las 6.00, cuando parece que quiere empezar a amanecer, varios autobuses llegan a las inmediaciones del convento para llevar a los temporeros hasta la parcela de Olvés en la que van a recoger cerezas. Después de una larga jornada bajo el sol, a las 16.00 regresan al convento. Se asean y se ponen manos a la obra en las cocinas. Los fogones que usaban las monjas con productos de su huerta ahora sirven para cocinar platos con aromas algo más exóticos.

Arriba, los trabajadores se distribuyen por las decenas de celdas y estancias diversas repartidas en las cuatro plantas que tiene el convento. Hay una zona con habitaciones para matrimonios y otra con cuartos algo más grandes en los que se meten cuatro personas. Todos los aposentos tienen su propio baño y un papel pegado en la puerta con el nombre de los inquilinos.

Un empresario agrícola ha alquilado el monasterio de San José, ocupado hasta hace cinco años por monjas de clausura. 150 trabajadores búlgaros se alojan en las antiguas celdas.

El coro y la capilla permanecen cerrados, pero sí se aprovechan los amplios jardines. Aunque algunos optan por acercarse a Calatayud por la tarde, la mayoría de los trabajadores hacen vida en la zona exterior del propio convento. Justo Sánchez, párroco de San Juan El Real, fue el último inquilino del edificio. Lamenta la corta vida que ha tenido, ya que ha perdido su función espiritual apenas 40 años después de que se levantara (se estrenó en 1978): “Se preveía que iba a haber una comunidad creciente de hermanas, pero no ha sido así”. Cree que esta nueva vida es una buena solución, pero como algo “temporal” y “para un tiempo limitado”.

Estos temporeros, alrededor de 150 -la mayoría son mujeres-, han venido por primera vez a Aragón desde una misma región del suroeste de Bulgaria, casi en la frontera con Macedonia. ‘Susi’ es la jefa de campo y también procede de este lugar, pero ya es veterana: lleva 17 años viniendo todos los veranos a trabajar en los frutales. “Para ellos es una oportunidad de salir de Bulgaria y de ganarse la vida”, explica en perfecto castellano. Según sus cálculos, los alrededor de 2.000 euros que van a ingresar en casi dos meses de trabajo en la cereza equivalen a todo un salario anual en su país de origen.

Alberto Pérez, el empresario que les ha contratado, cuenta que otros años los temporeros se buscaban la vida para dormir en Zaragoza. Él les ponía un autobús y los traía hasta Olvés. Este año, con la delicada situación sanitaria, “estaba buscando alojamiento y surgió esta oportunidad”. El Ayuntamiento de Calatayud le puso en contacto con el Arzobispado de Tarazona, propietaria del inmueble, y cerraron el trato a cambio de “un donativo para luchar contra los efectos del Covid”, dice el agricultor sin desvelar la cantidad.

Según asegura, se ha gastado “unos 60.000 euros” en dignificar las estancias, solucionar desperfectos, comprar literas y colchones… “Cuando traes a tanta gente hay que tenerlos controlados de alguna manera, y más este año”, señala Pérez, quien mantiene que a los temporeros “no les cuesta nada” el alojamiento que él les proporciona.

En un espacio tan concurrido, nadie puede asegurar que no entrará el virus, pero Alberto Pérez aclara que “lo que es seguro es que ellos no lo han traído de su país”, ya que “en Bulgaria tienen menos contagios que aquí” y pasaron un aislamiento de 14 días al aterrizar. “Si los cinco millones de parados que tenemos vinieran a trabajar, no tendríamos que traer temporeros de fuera”, dice Pérez, quien lucha por limpiar la mala imagen que tienen estos trabajadores: “Si no fuera por ellos, la fruta de Aragón no se cogía”, reflexiona. 

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