El Salt de La Portellada, un lugar de cuento con final abierto en el Matarraña

La belleza de este paraje, en el cauce del Tastavins, se puede complementar en las cercanías con la visita al mismo pueblo que da nombre a la cascada, además de acercarse a una vecina espectacular: La Fresneda

El Salt de La Portellada, en el Matarraña, visto desde abajo.
El Salt de La Portellada, en el Matarraña, visto desde abajo.
Laura Uranga

El Matarraña ya no sorprende. Antes, con el boca-oreja y el revelado de fotos o las filminas tras las vacaciones, la transmisión de los hallazgos vacacionales era más lenta entre los amateurs; ahora todo es instantáneo, con la única demora de las zonas en las que no hay siquiera un 3G que permita compartir velozmente cada paso que damos en las redes o aplicaciones de intercambio de mensajes. Cuando el objeto encuadrado en los móviles es bonito, el ejercicio de la inmortalización inmediata parece más justificado(hay un debate serio sobre esto) y si la cosa involucra paisajes pintones, saltos de agua o rocas de aspecto lunar, aún más. Es el caso del Salt de La Portellada, hermosa cascada a cuatro kilómetros del pueblo homónimo.

Se llega en coche por un camino de tierra o a pie, atravesando un barranco. Con el vehículo, en los días concurridos, existe el problema del aparcamiento; no hay mucho sitio, y es imprescindible el civismo para no bloquear el regreso de los más madrugadores. Hace dos años se habilitó un espacio a medio kilómetro de la carretera; desde ahí, el paseo hasta el Salt es de kilómetro y medio por vereda, unos 15 minutos a paso tranquilo. 

El salto en cuestión lo hace el río Tastavins, y tiene su altura: unos 20 metros, con la abundancia variable que marcan las estaciones. Ahora, en verano seco, es apenas un hilillo de agua, pero en otros momentos del año (sobre todo, la primavera) la cascada es ‘cascadón’. El caudal se vierte en una hermosa poza que ha servido siempre de zona de baño al pueblo, enmarcada además en una cueva que parece sacada de un cuento de aventuras.

En el pueblo hay obsesión sana con el cuidado del lugar; las actitudes incívicas se reprueban y sancionan. El problema (bendito problema) es que no se trata de una excursión complicada; de hecho, es accesible llegar a las inmediaciones con cualquier vehículo, aunque lógicamente es preferible no meter allá uno de suelo muy bajo. Advertencia:todo el entorno del salto está al aire, así que cuidado con los selfis y los pasos en falso.

Las piedras blancas sobre el río en las inmediaciones del salto también llaman la atención;hay quien dice que parecen casi lunares. En esa zona hay un vado sencillo y nada arriesgado que permite cruzar el río y bajar por una cuesta hasta la poza que recoge el salto. Y lo dicho: el sitio es bonito en perspectiva cuando se llega, desde arriba y desde abajo, al amanecer o con la hora mágica de la tarde. No hay chiringuitos que valgan: las fuerzas se reponen en el bar del pueblo, detrás de la iglesia, o en La Fresneda, que está a un paso y constituye otra visión de fábula desde la carretera, además de constituir otra de las visitas altamente recomendables de la zona por su bagaje histórico y arquitectónico, amén de la calidad en la hostelería.

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