Bodegas de Almudévar: un patrimonio oculto en riesgo de desaparición

Actualmente, hay en torno a 450 bodegas del siglo XIX, aunque algunas de ellas datan de la época medieval.

El municipio oscense de Almudévar es conocido por muchas cosas, entre otras su castillo, la ermita o su famosa trenza elaborada por la familia Tolosana. Sin embargo, lo que muchos no saben es que la localidad cuenta con un interesante y desconocido patrimonio cultural como son sus bodegas. Según datos del ayuntamiento, actualmente existen 451 bodegas excavadas en la propia roca y distribuidas en tres colinas o cerros que rodean el pueblo: La Corona -A Corona, como se conoce en la zona-, Morro de Otal -O Morro- y Las Crucetas -As Crucetas-.

Las más antiguas datan de la época medieval, aunque los primeros registros oficiales no surgen hasta el año 1765. Por aquel entonces había en torno a medio centenar de bodegas y unas 100 hectáreas de viña en la localidad. “El cultivo de la vid era muy importante en la zona mientras que hoy ha quedado reducido a una actividad más familiar perdiendo mucho terreno a favor de la huerta y el cereal”, explica Rubén Nasarre, conserje del Ayuntamiento a cargo del centro de Interpretación El Bodegón, el cual recoge la historia de estos vestigios.

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Bodegas de Almudévar: un patrimonio oculto en riesgo de desaparición
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Una de las mayores peculiaridades de estas bodegas, cuyo fin principal era la elaboración y almacenamiento del vino, tiene que ver con su ubicación ya que fueron excavadas directamente en la roca, aprovechando la elevación natural de ciertas zonas, y de una manera muy arcaica y manual con herramientas como pisones, picos, palas y capazos. Algunas de ellas presentan un aspecto exterior de cueva mientras que otras cuentan con una pequeña construcción en forma de fachada imitando una vivienda.

“Básicamente se construyeron como pudieron dado las herramientas con las que contaban por aquel entonces. Así, consiguieron las condiciones de temperatura y humedad necesarias para la elaboración de un buen vino”, resume Nasarre. Algunas todavía conservan en su interior prensas, lagares -espacio destinado al almacenaje de la uva-, toneles y respiraderos o ‘fumeros’, los cuales sobresalen al exterior en forma de unas curiosas chimeneas que plagan la zona.

Además, el vino que se produce en Almudévar cuenta con una serie de peculiaridades como su color, muy intenso, así como una elevada graduación debido, sobre todo, a la escasez de precipitaciones, llegando a alcanzar los 18 grados. “En aquella época aprovechaban la época de invierno, cuando no podían ir al campo, para ponerse manos a la obra con el pico y la pala”, afirma el conserje. Sin embargo, a pesar de contar con un pasado lleno de vida, hoy, muchas de ellas permanecen abandonadas mientras que otras hacen las veces de trastero o almacén.

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Debido a su curiosa arquitectura y composición, pasear por cualquiera de estas pintorescas zonas de bodegas de Almudévar permite al visitante trasladarse a una época lejana. Sin embargo, la realidad es que se trata de un patrimonio en riesgo de desaparición, como explican algunos de los vecinos que todavía tratan de mantener viva esta parte tan importante de su historia.

Uno de ellos es Valentín Faulo (67), quien cuenta con dos bodegas en la zona de Las Crucetas. “No sabemos quién las hizo ni cómo. Aquí ha sido algo que ha pasado de generación en generación hasta que se ha perdido. Muchas se están hundiendo y la verdad es que es una pena”, lamenta.

En su caso, Faulo encarna la tercera generación de su familia que mantiene esta tradición y, además, lo hace para su uso original, aunque reconoce que podría ser la última. Hoy regenta las bodegas Tejero y Periquer, esta última heredada de un tío que no tuvo descendencia. “Este año hemos vendimiado muy poco, ha llovido mucho y eso ha afectado a la cosecha”, explica, mientras señala dos cubas, una con vino y otra con vinagre.

De generación en generación

 

Las curiosidades que rodean a estas edificaciones son varias, aunque admiten que muchas se van perdiendo con el paso de los años. “Por ejemplo, como norma general cuanto mayor es la llave; la bodega suele ser más grande”, explica Faulo mientras trata de abrir la puerta de una de sus bodegas. Además, debido a su ubicación, los accesos suelen estar algo hundidos en la tierra y precedidos de varios escalones, aunque no en todos los casos.

“La mayoría están completamente abandonadas, otros las utilizan como merendero, leñeras o trastero. Como norma general, lo que se mete en la bodega no vuelve a salir”, bromea. Es el caso de la bodega Casa Canfranc, perteneciente a Alfredo García (71), quien la heredó de su padre y presume de disponer de una de las bodegas más altas de la zona. “De hecho, fue considerada un punto estratégico durante la guerra civil pues se convirtió en un centro de comunicaciones”, afirma el vecino. De hecho, en la pared todavía se conservan los soportes por los que pasaba el cableado.

Cuestión de cariño

 

También recuerda las veces que su madre le contaba cómo les sirvió de refugio durante los bombardeos de la época. Hoy, en su bodega se acumulan varios “trastos”, como él mismo los denomina. Muchos cubos de pintura -su padre era pintor-, bicicletas, algunas cajas, candiles, latas y sillas. “La mantengo sobre todo por cariño. Es el lugar en el que más tiempo he pasado con mi padre, lo tenía como su refugio y lo estuvo visitando hasta poco antes de morir”, rememora.

Mariano Aloid (67) es uno de los vecinos que más uso da a su bodega ya que admite que la visita casi a diario. En su interior cuenta hasta con una cocina, una cafetera y hasta una radio. “Me gusta el vino, hacer vino y venir a pasar aquí largos ratos con los amigos”, asegura. De hecho, en el momento de la entrevista se encuentra prensando parte de la uva que ha recolectado este año. “La realidad es que cuando dejemos de venir nosotros -haciendo referencia a la gente de su generación- desaparecerá esta tradición y es una lástima”, concluye. 

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