Terrence Malick

Juega con sus trabajos hasta conseguir crear poesía con las imágenes. Su escasa y perfeccionista filmografia le han valido el título de 'director de culto'.

Terrence Malick
Terrence Malick

Hay siempre algo iniciático, inaugural en sus imágenes. Ese Brad Pitt ensimismado que admira deslumbrado a su bebé en ‘El árbol de la vida’, su último filme, posee idéntico imaginario al que destilan sus contrastes luminosos entre civilización y naturaleza que habitan en toda su filmografía. Poeta destinado a ordenar el mundo, Terrence Malick se ha construido una aureola de visionario, de cineasta que custodia secretos insondables, de alquimista de imágenes fundacionales. En su recorrido creativo, a través de ‘la delgada línea roja’ de un mantra filosófico bajo el que fabrica la vida, asoma un trayecto que ansía perfección sobre la imperfecta ruta de la vida. Quién dice que la intimidad, la privacidad y el silencio no pueden ser mediáticos y seductores.


El director de ‘Malas tierras’ ha hecho de su querencia por permanecer en retaguardia una resonancia efectiva, un eco de dimensiones considerables en torno a su detallismo artesanal y su poética de la perfección.


La luz, el uso meditado del sonido, la indagación en el origen alimentan la leyenda visual de este Salinger de la imagen, exprofesor que tradujo a Heidegger, docente fugaz que vio frustrada su vocación académica antes de recalar en el cine. De escasa y perfeccionista filmografía, ha escrito historias para él y para otros, se involucró en argumentos que hoy se nos antojan completamente ajenos a su óptica, y su filme de graduación fue un western que también protagonizó. De manera consciente o no, se ha ganado un aureola de cineasta de culto, y su nombre reposa siempre sobre una estancia que preserva, garantiza y se asocia a jubilosos hallazgos y proyectos de calidad asegurada.


El contraste entre la belleza de la naturaleza y la miseria humana, la reflexión declamada como voz en off flanquean sus silencios prolongados y alientan la leyenda de este cineasta riguroso y coherente cuyos medidos pasos, renuncias y temores han desembocado en una trayectoria forjada en cinco filmes, durante casi tres décadas. Lejos de espejismos y etiquetas gratuitas sobre su personalidad, el autor de ‘Días del cielo’, más allá de su posible malditismo, revela un rastro de recreación visual, casi pictórica, de ritmo con reminiscencias orientalistas y cierto sentido místico del cine. Su anticonvencional caligrafía, su trazado siempre intenso pero oscilante entre lo surreal y onírico, entre la atmósfera intimista que subyace desorientada, inquieta e interrogante frente a la turbamulta del ruido exterior. Apoyado en una compleja red lírica dicta sus poemas.


Malick, que profesó una especial debilidad por Ernesto Che Guevara, rueda con parsimonia y se crea en el elemento primordial es la naturaleza. Casado en tres ocasiones, solo fiel al tono ontológico que respira en sus obras, la personalidad de Malick aflora entre lo filosófico, mesiánico y trascendental y se dibuja como ermitaño, enigmático y místico. Practica el éxodo de los focos, se caracteriza por su absoluta fobia a las entrevistas y acostumbra a firmar cláusulas que le eximen de los menesteres más habituales en todo proceso de marketing. Forma parte del club de los poetas durmientes, más preocupados por el proceso formal que por proyectar su obra. Al igual que Tarkovski, Dreyer, Bergman y Kubrick, apuesta por mantener un lugar creativo reservado e indescifrable.


Entre el caos y la ficción, este fantasma de la dirección se aparece para enseñarnos la fragilidad en la que estamos instalados. «No hay otro mundo después de éste en el que todo sea perfecto, sólo éste».