Tercer Milenio

En colaboración con ITA

Mundiales, magnicidios reales y una pizca de genética forense

El Estadio Central de Ekaterimburgo, una de las sedes del Mundial de Fútbol, está junto al lugar donde se produjo el magnicidio de los Romanov.

Ekaterimburgo, capital del óblast o provincia de Sverdlovsk, situada en la parte oriental de la cordillera de los Urales, acoge estos días una de las sedes de la Copa del Mundo de Fútbol. El Estadio Central de la cuarta ciudad más poblada de Rusia, donde se desarrollan distintos partidos de la competición, se encuentra a escasos diez minutos de la catedral de la Sangre Derramada, construida entre el año 2000 y 2003 en el lugar donde hace exactamente un siglo fueron asesinados el último zar de Rusia Nicolás II, su esposa la zarina Alejandra, sus cuatro hijas (Olga, Tatiana, María y Anastasia) y su heredero, el zarévich Alekséi. Este magnicidio puso punto final a la dinastía Romanov que había regido los destinos de Rusia durante los últimos tres siglos.

Tras perder el poder en 1917 durante la revolución de febrero, el zar y su familia fueron puestos en arresto domiciliario, primero en el palacio de Alejandro cerca de San Petersburgo y, más tarde, en Tobolsk, al este de los Urales. Después de la revolución de octubre, las condiciones de su encarcelamiento se volvieron más estrictas y, en la primavera de 1918, fueron trasladados a Ekaterimburgo, un fortín de los bolcheviques, para evitar que pudiesen retomar el poder.

Sus últimos meses transcurrieron en la casa Ipátiev de Ekaterimburgo, acompañados por el doctor Yevgueni Botkin, médico de la corte, la doncella Anna Demídova, el cocinero Iván Jaritónov y el ayudante de cámara Alekséi Trupp. La madrugada del 16 al 17 de julio de 1918, los bolcheviques despertaron al zar y a su familia con el pretexto de que tenían que ser evacuados de Ekaterimburgo. Sin embargo, los trasladaron al sótano de la casa, donde fueron asesinados a sangre fría, junto con el doctor y las tres personas de su servicio, en una torpe matanza que duró más de veinte minutos.

La torpeza de los verdugos, muchos de ellos ebrios, se trasladó a las tareas para deshacerse de los cuerpos. Inicialmente fueron arrojados al pozo de una mina en desuso en Koptyaki, 15 kilómetros al norte de Ekaterimburgo, y rociados con ácido sulfúrico para que no pudieran ser identificados. Pero el pozo era poco profundo y los cadáveres no quedaron completamente sumergidos, por lo que se decidió trasladarlos a otra mina más profunda. Durante el traslado, el camión que los transportaba se quedó atascado en el barro cerca de Porosënkov Log y Yakov Yurovsky, jefe del pelotón, decidió que fueran enterrados en aquel mismo lugar en una fosa que cavaron a tan solo 60 centímetros de profundidad. Los enterradores volvieron a usar ácido sulfúrico para desfigurar los cuerpos, que fueron cubiertos con cal viva. Yurovsky separó los cuerpos de Alekséi y de una de sus hermanas para enterrarlos a una cierta distancia del resto y así tratar de confundir a cualquiera que descubriera una fosa común con tan solo nueve cuerpos.

La primera búsqueda de los cuerpos

Una semana después del magnicidio, Ekaterimburgo cayó en manos del Ejército Blanco y el magistrado Nikolai Sokolov inició la investigación de lo sucedido. Sokolov pudo recuperar varios objetos y algunos fragmentos de los cuerpos de la primera mina donde habían sido arrojados, pero tuvo que abandonar sus pesquisas sobre el terreno un año más tarde al ser retomada la ciudad por los bolcheviques. Sokolov creía que los cuerpos habían sido quemados y murió en Francia en 1924 sin poder resolver el misterio.

Tuvieron que que transcurrir sesenta años para que fuera descubierto el lugar preciso donde habían sido enterrados los Romanov en un bosque de abedules a las afueras de Ekaterimburgo. Aleksandr Avdonin, geólogo interesado en la historia local de Sverdlovsk, y Geli Ryabov, cineasta que trabajaba en el Ministerio del Interior soviético, dieron con él gracias a la información que el hijo de uno de los asesinos había proporcionado a Ryabov. En 1979, Avdonin y Ryabov iniciaron la exhumación de la fosa con medios rudimentarios hasta localizar los cuerpos, pero la volvieron a cerrar y no dijeron ni una palabra hasta 10 años más tarde, cuando Ryabov reveló la historia a los medios.

En 1991, después de la caída de la Unión Soviética, se exhumaron definitivamente los cadáveres que contenía la fosa. Nueve cuerpos, identificados provisionalmente por las autoridades rusas como los del zar y la zarina, tres de sus cinco hijos, el doctor y tres sirvientes. Ni durante el primer intento de exhumación por parte de Avdonin y Ryabov ni más tarde, en la reapertura oficial de 1991, se emplearon estándares de la arqueología profesional ni de la ciencia forense.

El ADN entra en escena

Las autoridades rusas encargaron los trabajos de identificación de los restos, mediante pruebas de ADN, al genetista ruso Pavel Ivanov y a Peter Gill, del servicio de ciencia forense del Reino Unido. Erika Hagelberg, de la Universidad de Cambridge, se encargó de replicar los análisis para confirmar los resultados, que fueron publicados en febrero de 1994 en la revista 'Nature Genetics'.

Para la identificación de los restos se emplearon dos técnicas. La primera de ellas, para poder determinar si realmente existía algún parentesco entre los cuerpos, se denomina huella genética y analiza secuencias cortas de ADN formadas por una unidad de entre dos y seis letras de ADN que se repite varias veces, y que encontramos de forma habitual en distintos puntos de nuestro genoma. Estas secuencias, conocidas como STR ('short tandem repeats'), o microsatélites, tienen una longitud variable en función del número de repeticiones que presentan. Para cada STR poseemos dos versiones (alelos): una heredada de nuestra madre y otra de nuestro padre. El estudio de la huella genética consiste en analizar las similitudes o diferencias que existen en varias de estas secuencias entre dos individuos para poder determinar si están emparentados o no.

En el caso de los Romanov, se emplearon cinco STR para analizar las muestras de ADN obtenidas de los fémures de los nueve cuerpos encontrados en la fosa de Ekaterimburgo. Los resultados permitieron determinar el sexo de los restos y que cinco de los cuerpos formaban parte de una unidad familiar: un padre, una madre y tres de sus hijas. Hasta aquí todo cuadraba. Los cuatro cuerpos restantes, no emparentados, debían corresponder, según el relato de los hechos, al médico y a los sirvientes.

Rastreando linajes maternos

La segunda técnica se empleó para demostrar inequívocamente que se trataba de los Romanov. Se analizó el ADN mitocondrial (ADNmt); fracción de ADN que no se encuentra en el núcleo de nuestras células, sino en las mitocondrias, los orgánulos celulares que se encargan de generar energía para las células. Todas nuestras mitocondrias, así como el ADN que contienen, tienen un origen exclusivamente materno, porque en la fecundación, el espermatozoide no aporta mitocondrias y todas ellas proceden de las que contiene el óvulo. Por ello, el estudio del ADN mitocondrial permite seguir linajes por vía materna.

En las muestras de los Romanov, se estudiaron las dos regiones hipervariables del ADNmt (HVI y HVII) y se encontró que las secuencias de la putativa zarina y de las tres niñas eran idénticas. Pero para demostrar que se trataba de la familia imperial rusa, se debía comparar el ADN mitocondrial de las muestras con el de algunos parientes vivos del zar y de la zarina que estuvieran relacionados con ellos por linajes maternos ininterrumpidos.

Felipe de Edimburgo, consorte de la reina Isabel II del Reino Unido, es sobrino nieto de la zarina Alejandra: nieto de su hermana la princesa Victoria de Hesse-Darmstadt e hijo de la hija de esta Alicia de Battenberg. El duque de Edimburgo proporcionó una muestra de sangre a partir de la cual se analizó su ADNmt y se pudo comprobar que era idéntico al de cuatro de las muestras de Ekaterimburgo, por lo que se corroboró que se trataba de la emperatriz de Rusia Alejandra y de tres de sus hijas.

¿No era el zar?

En la identificación de Nicolás II, se emplearon muestras del duque de Fife (su bisabuela era hermana de la madre del zar) y de la princesa Xenia Cheremeteff Sfiri (su bisabuela era hermana del zar). A diferencia de estas muestras, el ADNmt del supuesto zar presentaba una mutación en la posición 16.169. ¿Qué sucedía, no era Nicolás II? Se podía tratar de un fenómeno conocido como heteroplasmia, en el que no todas las mitocondrias de un individuo tienen exactamente el mismo genoma y algunas copias del ADNmt pueden contener una mutación. Para verificarlo, las autoridades rusas exhumaron los restos del hermano de Nicolás II, Jorge Aleksándrovich Románov, y se comprobó que este también era portador de la misma mutación. ¡Bingo! Se había confirmado la autenticidad de los restos del zar.

Aun así, algunos pocos investigadores siguieron poniendo en duda que los restos fueran en realidad los de la familia Romanov e incluso la Iglesia Ortodoxa Rusa se negó a aceptar su identificación. En el verano de 2007, tres arqueólogos aficionados, encontraron varios fragmentos de huesos y dientes a unos 70 metros del sitio donde 30 años antes se había descubierto la primera fosa. Este hallazgo y las pruebas de ADN que se les practicaron, resolvieron de una vez por todas el misterio: los restos correspondían al zarévich Alekséi y a una de sus hermanas.

La identificación de los Romanov representó un avance en el desarrollo y la aceptación de las pruebas forenses de ADN y, a pesar de los intentos de desacreditar los estudios iniciales realizados entre 1993 y 1996, sus resultados han resistido el paso del tiempo.

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