Pasamos (o deberíamos pasar) una tercera parte de nuestra vida planchando la oreja. Ocho horas al día durmiendo. Ocho horas en las que, curiosamente, no suele entrarnos ganas ni de beber ni de ir al baño.

Tiene sentido. Dormir a pierna suelta sería misión imposible si tuviéramos que levantarnos a cada rato a reponer agua. Paralelamente, si no queremos que el cuerpo se deshidrate, tampoco nos conviene eliminar líquidos a través de la orina. Pura cuestión de equilibrio.

De dar las órdenes para que así sea se ocupan las neuronas de nuestro reloj interno. Hace unos años, los neurofisiólogos canadienses Charles Bourque y Eric Trudel pusieron en marcha un curioso experimento para demostrarlo. Con suma delicadeza, extrajeron finas láminas del cerebro de ratas en las que se incluían el reloj interno y las neuronas que controlan la producción de una hormona antidiurética llamada vasopresina. Comprobaron que todas las células funcionaban correctamente aisladas de la sesera. Y, a continuación, probaron a estimular e inactivar las neuronas del péndulo corporal para observar qué sucedía.

Lo que ocurrió fue que la comunicación en los circuitos neuronales que ordenaban la producción de vasopresina aumentaba en los ciclos de sueño, es decir, cuando el reloj interno se desactivaba. Según explicaban en 'Nature Neuroscience', quedaba patente que durante el descanso nocturno todo en el cerebro se orquesta para disparar la producción de la vasopresina, que da la orden al cuerpo de retener agua con ahínco. Para que no nos despertemos a media noche muertos de sed.