Tercer Milenio

En colaboración con ITA

¡Santos científicos!

Pocos científicos encontramos en el santoral, pero sus exaltadas biografías nos presentan a algunas grandes figuras de la ciencia casi como santos laicos.

El 1 de noviembre tiene un aroma de café para todos. 365 días no parecen suficientes para contentar a todos los santos y santas que en el mundo han sido, así que desde hace más de mil años se celebra este día en homenaje a todas esas personas más o menos anónimas escogidas por la Iglesia, y a quienes el 'overbooking' de buenas obras ha privado de fecha en el santoral.

Entre ellas, los científicos brillan casi por su ausencia. Lo cual no deja de ser curioso, ya que los científicos son, junto con los médicos, los profesionales mejor valorados en las encuestas, los “pilares fundamentales de la sociedad”. Está san Alberto Magno, pero poco más, y su presencia se aprovechó para nombrarlo patrón de quienes se dedican a las ciencias naturales, químicas y exactas. Quizás como compensación se suelen narrar las vidas de los grandes científicos casi como las de santos laicos, entregados a la pureza de la razón y a las verdades universales.

Pero conviene desconfiar de las hagiografías, los obituarios y los 'biopics' varios.

Algunas de las biografías más exaltadas se corresponden con los personajes que se consideran más grandes: Galileo, Newton, Einstein. A Galileo han llegado irónicamente a compararlo con un santo precisamente por la paciencia que tuvo con la Iglesia, obsesionada esta con que renegara de sus teorías sobre la Tierra girando alrededor del Sol. Pero lo que menos se dice es que parecía ser un tipo profundamente soberbio, que en su pureza era bastante amigo de las putas venecianas y que en su amor a la razón no se negaba a cobrar por prestar consejos astrológicos a algunos de sus vecinos.

Newton, por su parte, no le andaba a la zaga en cuanto a autoestima. Profundamente antisocial, se alzó a hombros de gigantes pero obvió casi todos los logros de sus contemporáneos. Y durante años se dedicó a la cábala y la alquimia, pseudociencias que serían consideradas como pecados si la ciencia tuviera su Iglesia.

Einstein, con su aspecto despistado, tan travieso con su icónica lengua fuera en las fotos de tantas carpetas, parece que abandonó a su primera hija. Profundamente pacifista, no dudó tampoco en someter al hogar a su primera esposa, la matemática y física Mileva Mari, con cartas en las que le exige prepararle tres comidas diarias, ausentarse de su presencia cada vez que él se lo mande y, en general, renunciar a sus relaciones sociales.

Algunas hipótesis sostienen que el precio de la creatividad es un mayor grado de neurosis, que hay una relación entre la rumiación persistente de ideas, la consecuente ansiedad y la consecución de logros más o menos creativos. Pero otros no han encontrado esta relación, y lo califican nada más que como 'wishful thinking', la ilusión de que las cosas son como a uno le va bien que sean. (El profesor de Psicología Scott Barry Kaufman, al respecto: “Hay muchas cosas que me gustaría que fueran verdad. Yo también querría salir de la bañera cada vez que me duchara con una gran revelación sobre la existencia humana. Quizás, sobre todo, lo que más deseo es que mi ansiedad, a veces paralizante, tenga una gran contrapartida”).

Pero entonces, ¿son mala gente los científicos? Claro que no. No por el hecho de serlo, al menos. Los laboratorios de medio mundo están poblados de geniales científicos egocéntricos y autoritarios, pero también de científicos bondadosos y geniales, o severos pero justos. En general, y en mayor o menor medida, cada uno de esos rasgos está presente y entremezclado en cada uno de ellos, dependiendo del carácter pero también del café de la mañana, las noticias del día o el sueño de la noche anterior.

Entremezclados también en la eterna y difícil pregunta de si algunos fines justifican ciertos medios.

Casi como en cada casa se entremezclan, con mayor o menor genialidad.

La oficialidad, sin embargo, sí que tiene a sus santos científicos laicos. Si como oficialidad laica entendemos al -a veces dudoso- Premio Nobel de la Paz, varios científicos han recibido el galardón. Lo recogió el físico Joseph Rotblat, quien participó en el proyecto Manhattan para diseñar la bomba atómica pero que luego renegó y se convirtió en un ferviente defensor del desarme nuclear. Lo ganó con un camino paralelo el también físico Andréi Sajárov, que había estado involucrado en el proyecto atómico de la Unión Soviética. O Norman Borlaug, ingeniero agrícola a quien se considera el padre de la revolución verde. Y un caso excepcional es el de Linus Pauling, quien ganó el Nobel de Química por sus estudios de los enlaces y, ocho años después, recibiría el Nobel de la Paz por su lucha antinuclear.

Volviendo al santoral católico oficial, hay un candidato en ciernes que suena en las quinielas para próximas canonizaciones. Es el médico y genetista francés Jérôme Lejeune, uno de los descubridores de la trisomía cromosómica responsable del síndrome de Down. El principal motivo de su candidatura es uno de los particulares méritos que la Iglesia considera en sus escrutinios: Lejeune era un convencidísimo antiabortista. Era, además, un firme opositor a los tests genéticos prenatales. Lo cual no deja de ser una ironía: la detección precoz del síndrome de Down es uno de los motivos principales de abortos voluntarios en los países en que está permitido (el 95% de las españolas decide abortar si los tests son positivos).

Siguiendo con el santoral oficial, hay también proyectos científicos que tratan de reconstruir la imagen real, los rostros de varios de los santos y santas que en el mundo han sido. A partir de fotografías de los que se consideran sus cráneos, diversos modelos están restituyendo el que fue su aspecto original. Como el de María Magdalena, revelado hace apenas unos días. Y se están llevando sorpresas: parece que muchos de los rasgos no coinciden con los de los cuadros o las historias en que fueron narrados. Si hay sorpresas con la apariencia, qué no podría suceder también con sus vidas.

No hace falta caer en el relativismo extremo, pero ya lo dicen, que en general la historia se hace con empujes lentos donde lo personal es invisible.

Desconfíen de las hagiografías. Escojan a quién le llevan las flores.

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