Le dije que estaba admirado del valor de aquellos muchachos, bañándose en el río a escasos metros de las fauces de unos hambrientos cocodrilos. Le confesé que, aún viendo sus sonrisas y cómo retozaban relajados en el agua, sentí verdadero pavor y tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para disimular y sumarme al grupo. En aquella zona del continente africano, bañarse en el río era el único argumento para defenderse del calor sofocante. Me miró sorprendido y luego, con una ingenua sonrisa, dijo que todos aquellos muchachos habían fundado su valor en mi decidida actuación; que al verme resuelto, chapoteando en el agua, confiaron y se sintieron seguros.

Esa misma noche reflexioné sobre lo acontecido. Pensé en la diversidad que aparece al romper el aislamiento y me pregunté qué podía aportar alguien minúsculo como yo ¿Esfuerzo limpio de unos brazos? ¿Confianza? Aquellos muchachos irradiaban melancolía, soportaban los zarpazos de la vida y seguían erguidos… Lloraban por dentro sin que las lágrimas rompieran en sus ojos. Supe en ese instante que mi labor era transmitirles optimismo, la utopía de seguir adelante, el derecho a mantener la dignidad…

A la alborada salí de mi choza y grité, a quien quisiera escuchar, que siempre existiría un destello de luz aunque fuera en la lozanía. Nadie contestó, pero ese día fuimos muchos más los que nos bañamos en el río.