Irse para volver

Apenas había cotizado un año a la seguridad social y ya me sabía viejo y gris y espeluznante. En cuanto empezaron a acortar los días de septiembre me marché lejos de mis errores y de quienes los conocían. Una tabla rasa donde no soplara el cierzo. Pero los errores se repitieron porque siempre se repiten.

Para mí, Aragón era Zaragoza y la época oscura de sentirme un marciano en la luna, de tener un amigo que era un hermano, de mi primer trabajo encerrado en una oficina. Aragón era Zaragoza y los parques, y la tierra enroscada en el pelo los días de cierzo; el Paseo Independencia y sus porches; la calle Alfonso, su suelo embaldosado camino a la basilica, enorme, icónica. Me alejé para sobrellevar, para olvidar. Para olvidar.

En la casa de mis padres, me doy cuenta de que olvidé que la tierra no se olvida. Nos marchamos, pero caminamos con sus muescas, las arrastramos como sedimentos de un cauce seco. Aragón era Zaragoza, sí, y Zaragoza era yo.

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