El sueño del Cierzo

Fermín sintió un portazo en plena noche. El cierzo jugaba con la puerta de la galería, mal cerrada. El viejo, todavía amodorrado, sintió que con el aire frío se colaba el aroma del romero y del tomillo, el perfume de la florada de los almendros, los ladridos entre las parideras, un rasguido de aladro en la tierra roja, la tímida campana de una iglesuca de ladrillo.

Otro portazo y Fermín terminó por despertar. Calzose las pantuflas, fue a la cocina y se asomó a la terraza: los edificios de la Romareda, apenas iluminados por farolas, resistían los embates del viento en la noche. En el interior de esas moles, los zaragozanos dormían a la espera de otra jornada.

Fermín cerró con firmeza la puerta y regresó a su lecho. Apenas se cubrió con la manta, su mujer, Vicenta, le preguntó:

—¿No duermes? Otra vez barruntando el pueblo...

—No —respondió Fermín— a más el cierzo, que bate la puerta de la galería.

El viejo cerró los ojos y se preguntó si no sería el pueblo vacío el que soñaba a su gente.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión