​Fritada Aragonesa con olor a felicidad

El problema estaba en los tomates. Los que usaba la abuela eran de la sierra de Guara, y era imposible encontrar unos tomates así en Erlangen. Ni allí ni en ningún supermercado en todo el estado de Baviera.


Con el paso de los años se había acostumbrado al idioma, al clima e incluso al carácter seco de los alemanes, pero aún seguía echando de menos los guisos de la abuela, así que no le dolió el dineral que le había costado aquel envío urgente.

Partió la patata en rodajas no muy grandes, el calabacín con piel, el pimiento en tiras pequeñas y la cebolla en juliana, todo tal y como recordaba habérselo visto hacer cien veces a la abuela Agostina.


Cuando incorporó el tomate, el aroma que desprendía la perola lo trasladó al pueblo, en un verano lejano en el tiempo en el que llevaba pantalones cortos y corría junto a la pandilla después de llamar a todos los timbres de la calle.

Sonrió. Definitivamente, había dado con la receta.

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