Cóctel a la aragonesa

Haber nacido en los cincuenta o sesenta en cualquier pueblo del territorio aragonés. Lo hacíamos en las femeras de los corrales vigilando de reojo a las gallinas que picoteaban la mierda y lo que pillaran. Acabada la escuela, tirábamos la cartera al patio y salíamos pitando a buscar nidos de picaraza, coger zangarrianas para cortarles la cola, correr a la era de Paño para jugar un partido de fútbol o hacer lo que se terciase según la época. Con pantalones cortos hasta el día de “Todos los Santos” y merendábamos bocadillos de sardinas o chocolate Hueso con pan. Sacamos beca y fuimos al internado más barato de la capital, cualquiera de las tres. Empezamos a saber algo, de oídas, y queríamos saber más de Servet, Gracián, Buñuel y Sender. Leíamos Andalán y escuchábamos con emoción y esperanza, más viviendo fuera, Barcelona, por ejemplo, las canciones de Labordeta, La Bullonera y Carbonell. Sufríamos y gozábamos, con cuentagotas lo segundo, con el Zaragoza. Seguimos viviendo fuera para querer volver cada vez más. Y sabemos que se es aragonés como se puede ser filipino.

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