Mis labios eran sonrisa

Comienzo a bajar por la Calle Alfonso. Visto una gabardina blanca hasta los pies y me siento como en una película de Peckinpah. La boca seca me obliga a chasquear la lengua. Mi brazo derecho oculto en el interior del tabardo apenas puede balancearse para acompañar mis inseguros pasos. La mano sostiene en paralelo a mi pierna derecha una de las maravillas del siglo XX: un fusil de asalto AK-47. Llego al final de la calle y diviso por completo la Basílica. Casi caigo al suelo bajando los escalones de acceso a la plaza pero consigo llegar al centro de la explanada todavía admirando el templo. Giro 90º a mi izquierda y mientras observo la Fuente de la Hispanidad desabrocho la gabardina. El arma asoma y los primeros gritos me dinamitan los tímpanos. Mi Kalashnikov escupe un arco iris de balas que van eligiendo destinatario: las verdes rejuvenecen 10 años, las rojas curan aquella enfermedad insufrible, las azules insuflan infinitas ganas de vivir…


Y mientras tanto mis labios eran sonrisa.


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