Lágrimas torrenciales

Cuando salí de casa, el cielo de Belmonte de San José –un diminuto pero pintoresco pueblo turolense– estaba cubierto de amenazadores nubarrones. Cerré con un movimiento maestro el portón de lo que había sido mi hogar durante más de medio siglo. Era como finalizar una apasionante novela, una lectura que me había robado el aliento y sacado las más desgarradoras lágrimas. Me había conseguido enamorar…


Ya no quedaba nadie para apagar la furia que ardía en mi interior. Mi pueblo se moría y no quedaba nadie para avivar su llama.


Me alejé pesadamente con el agua a la altura de los tobillos y el rostro empapado. A cada paso que daba, el nivel del agua crecía un poco más. Pronto la corriente acabaría arrastrándonos a ambos.


Mi pueblo se moría y yo con él, mi pueblo se ahogaba y ya no quedaba nadie para achicar mis lágrimas.


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