La cantante de Blues

De una forma instintiva he aprendido a andar por los bares y a emborracharme de una forma decorosa. Entré en un garito de El Casco, aquella noche había un directo. Del alcohol me gusta que cuando bebo no llevo mis gafas. Eso ayuda al recogimiento entre las ideas más vidriosas. Ya sonaba el piano para entonces. Para entonces ya no echaba a mis gafas de menos. Cada visión era exactamente yo: familiar y fantasmagórica. Entonces la melodía, que había estado entreteniéndose como un niño en un arenero, se vio desbordada por una voz femenina. Me abrasó la belleza, sentí el aire fresco y saldado que sopla sobre los acantilados, sentí mi barca de remos desvencijándose ahí abajo entre el oleaje, olvidé que había roto mis gafas contra el asfalto un par de bares atrás, olvidé también el nombre que me susurra el crepúsculo. Me derrumbé, me dejé llevar por sus aires y sus notas cercenadas a dentelladas de aliento.


Permanecí enamorándome de ella en todas las armonías, en todas las rupturas, en todos los paisajes de su voz. Me jodía no poder verla mucho más que el calor metálico que me latía en el golpe pero me sentí eterno, como si no tuviera que salir jamás de este relato.


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