El cierzo asesino

Llegó con una fuerza inusitada. Tal fue su virulencia que desde entonces soy una carcasa ósea sin tejido. Primero escuché un silbido, que me despeinó el cabello. Al silbido siguió un empujón de una mano invisible y fiera. Cuando empezó a agitarse de verdad me arañó las ropas dejándolas en jirones asustados y pequeños y cual si fuera un hombre violento me dejó desnuda, a la intemperie de sus deseos. Arrancó de cuajo trozos de mi carne trémula y me introdujo en su cono depredador y pantagruélico. Comencé a girar hasta perder el sentido y por un momento fui parte de aquel ciclón estremecedor. Me escupió de pronto, y desmembró mi cuerpo primero para erosionarme el resto después. Quedé esqueleto, a descubierto y a merced de su maldad. Tan solo quedó en su ritmo el circuito sanguíneo, que al verse liberado y sin cauce, se desparramó dejando un charco líquido a mis pies. El corazón siguió latiendo entre costillas que lo acogieron. Al tiempo se secó y de adornó quedó.


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