Un cuento muy grande y muy largo

Siempre quise hacer un cuento muy grande y muy largo, tanto que sobrepasara el techo y lo abriera en dos como se abren las flores con el sol, así entraría mostrando sus rayos amables con una sonrisa del tamaño del mundo, de esas que se iluminan los días tal como me lo dijo una vez mi abuelito: la felicidad anida entre los árboles y gorjea con suavidad sobre los cielos azules, las mañanas doradas o hasta en los atardeceres color caramelo de Aragón, la ciudad donde yo nací, una ciudad enorme que creció según mis años aumentaron y me formé como todo un señor de la gran ciudad (de Aragón, por supuesto), caminando entre sus calles rodeado de chiquillos al estruendo de mi tambor, señalando el camino hacia el circo y todos tras de mí esperando que comenzara la función, porque eso sí, ¡sin mí no empezaba nada! Ni el día, ni la comida, ni el señor de la bollería a contar aquel cuento muy grande y muy largo que nos contaba cada tarde calurosa de Domingo en Aragón.



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