El Señor Poeta

El Señor Poeta gustaba de creer que la Luna era el rostro de un dios misterioso y voluble, sus fases no otra cosa que el reflejo de sus periódicos cambios de humor y las estrellas lágrimas vertidas por el Todopoderoso en lugar de meros conceptos astronómicos.

El Señor Poeta llamaba esmeraldas, zafiros y azabaches a los ojos de las mujeres, pétalos de una rosa de seda a sus labios y entes de soberbia arquitectura a sus piernas y a sus senos.

El Señor Poeta llevaba tan en serio su tarea de poetizar el mundo y sus cosas que creía ver animales mitológicos allá donde el resto de los mortales solamente percibía caballos, sirenas varadas en orillas de remotos mares color turquesa en lugar de bañistas y no cipreses sino lanzas flamígeras asaeteando el prado celeste.

El Señor Poeta murió el día que un caballo de acero arremetió contra él cuando perseguía, confiado, el fulgor de un rubí en la luz roja de un semáforo.


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