El fin de la inocencia

Tenía 22 años y vivía tiempos difíciles. Llevaba varios días sin dormir ni comer y ese calor, plomizo e infernal de aquel inicio de julio, le estaba dejando exhausta, sin embargo no había tiempo de descanso ni contemplación. Todos los hombres yacían muertos a su alrededor. Temblorosa ante el semblante de la muerte, la dantesca estampa y el hedor a sangre y pólvora le habían paralizado en un estado de shock.

La defensa de la puerta del Portillo había caído. El invasor francés estaba entrando a arrebatarle lo único que le quedaba ya.

Uno de los soldados francos, fusil en mano, clavó una mirada sádica en aquella joven y dibujó una lasciva sonrisa. Tenía que hacer algo. Dejó de pensar y actuó. Con gran dificultad, pasó por encima de los cuerpos inertes que yacían a sus pies y prendió la mecha de un cañón. Un fogonazo y una tremenda explosión alcanzaron, con la ira de un pueblo, a las tropas francesas.

Allí murió su inocente juventud.

Así nació grande Agustina de Aragón.


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