Bitácora de un soldado aragonés (1808)

Cuando me desperté, oí gritos, me levanté, cogí mi escopeta, eché una última mirada a mis hijos y salí fuera. Se veía a lo lejos una masa roja y azul: el ejército francés. Desde mi barricada los avisté.


Aproveché que estaban lejos para cargar el cañón y disparar. Odiaba hacer esto. No era, como se decía, de soldados heroicos. Sólo había sangre por todas partes y personas llorando. Pero nosotros decidimos este camino.


Una vez despachado el primer ataque de Napoleón y haber resistido, nos mandó lo mejor de sus tropas, un ejército que había conquistado un país en un mes.


Cada vez veía más cerca el avance francés, rostros que reflejaban el terror propio de un asalto, ya que sabían que si ponían un pie fuera de la trinchera estarían a tiro.


Disparé y hundí mi cuchillo en el pecho de un soldado, pero volví atrás porque me hirieron en el costado.


Ahora, mientras me vendan, los franceses acaban de sobrepasar nuestras líneas, un soldado se fija en mí y viene corriendo cuchillo en mano…