Susurros de piedra

Jorge acababa de llegar a Zaragoza con su familia, de origen manchego, de Toledo exactamente. Los primeros días desde su llegada estaba muy asustado, ya que no sabía con qué o quién podría encontrarse. Al principio no hizo ningún amigo, pero al cuarto día hizo uno muy peculiar. La estatua de César Augusto.


Jorge iba todas las tardes a hablarle a la estatua, a la que le contaba todo lo que hacía en el colegio, lo que sentía, hasta sus secretos más íntimos.


Y así pasaba una tarde tras otra. Aunque hizo amigos, siguió dedicando tiempo a hablar con la estatua, ya que había sido su primer amigo.


Un día, volviendo de su conversación diaria con la estatua, oyó un extraño sonido acompañado de una voz que decía:

-Jorge, Jorge, gírate, tengo algo importante para ti-.

Se dio la vuelta y vio a César Augusto sentado en un banco y dijo:

-A ti Jorge, por haberme entretenido con tus historias te entrego esta cajita de madera. Cuándo la abras verás lo que vi y oí. Gracias. Y desapareció.