NIño y paloma

Ver morir una paloma en plena plaza del Pilar tiene algo de absurdo, de impensable. El pobre bicho estaba picoteando el suelo tranquilamente y, de pronto, se cayó de lado, le tembló el ala que quedaba al aire, boqueó tres o cuatro veces y murió.


El niño -siempre hay un niño en estos casos- se acercó y comprobó, con ojos y manos, la inmovilidad permanente del pájaro. Entretanto, su señora madre hablaba por el móvil con una tal Maripepa, aunque, en honor a la verdad, hay que decir que en cuanto se percató de lo que hacía su retoño, corrió a apartarlo del cadáver.

—¿Qué haces? ¿No te tengo dicho mil veces que no se toca nada del suelo?

—No me puede picar. Está muerta.

—Pobrecica… Bueno, como ha vivido siempre cerca de la Virgen, habrá ido al cielo de las palomas.

—Si tú lo dices…, pero a mí me parece que está muerta.


Mientras se alejaban de allí, la madre trató de que su niño no quedase traumatizado por la terrible experiencia. Un par de moscas, yo lo vi, se posaron sobre las plumas grises.