La flor del azafrán

Mi abuelo y yo cogimos un libro de Julio Verne. Quería que me aficionara a leer y solía contar anécdotas del pasado.


— ¡Eh! ¿Qué ocurre? —voceé asustado, encontrándolo inmóvil como los peirones de Tornos.


— ¿Subimos al Museo?


Entre aparejos y fotos, descubrí sus vivencias. Sin resquicio sería mi imaginación, pues el techo empezó a abrirse como una nube. Fuera, había dejado de nevar y en un deshoje descomunal, él se alejaba joven y gallardo, por rectilíneos campos de rebollos, majuelos y choperas en la homogénea epidermis blanca. Ondas sobre yerbas, piedras, zarzales y deshidratados brotes de alfalfa que días antes, los campesinos merodearon recolectando esa fuente dorada de riqueza, y que pacienzudas mujeres iban entiesando sus ojos para el desbrín de la rosa del azafrán junto al calor de las brasas. Un crepúsculo violáceo de pétalos resplandeció viéndola en su balancín, destilándole en lágrima.


—¿Te gustó? Esta flor disecada que ves ahí, la llevó tu abuela antes de ir al cielo.