Venganza en Tarazona

La tenue luz del farol permitió ver la silueta de dos hombres que bajaban a paso veloz por la calle Caracol: uno de elevada estatura llevaba al cinto una vieja espada de cazoleta; el otro, embozado en una capa negra y cubierto por un ancho sombrero calado sobre los ojos, iba armado con una navaja que sobresalía de su faja. -Pardiez, que esta vez la pagarán -dijo el más alto al pasar frente a la iglesia de San Atilano. Se detuvieron en la Plaza del Puerto.


Un instante después, surgieron de entre las sombras cuatro oficiales invasores con sus imponentes uniformes. Al vislumbrar el peligro, los franceses alcanzaron a desenvainar sus sables pero de nada les sirvió: los aceros de los atacantes, rápidos como centellas, dejaron a dos soldados del Gran Corso exánimes sobre el empedrado. Los dos restantes, al ver la furia de los atacantes, huyeron calle abajo.


Los aragoneses, armas en mano, se miraron. Las afrentas recibidas habían sido saldadas, aunque todavía les esperaban tiempos aciagos.