Zaragoza

Allí está, de pie, a la espera del autobús. Avanza dos pasos, se detiene, vuelve al mismo lugar. Comprueba la hora, nerviosa, como si tuviera prisa. Hay un cierto desasosiego en sus movimientos. Los pies, las manos, la mirada de ojos verdes.

Me acerco despacio. Una madeja de pelo negro cosquillea sus mejillas. Una caricia. La retira con suavidad, con el aire ensayado de quien se sabe dueña de la belleza.

Le rozo, leve, los labios. Un beso. Noto una mueca de incomodidad. No importa, el deseo me puede. Cubro la efigie de su cuerpo con un abrazo encendido. Paro, de golpe. La posibilidad de rechazo me asusta.


Ella entra en la marquesina. Allí se siente más protegida. ¿Más segura? No, más seductora. A cada momento se revela más hermosa. La persigo, el ansia me devora.

Lanzo un remolino que alborota su melena larga. Me da la espalda en un gesto de desprecio mientras arregla la seda negra del cabello. Se gira de golpe, furiosa. Me escupe su disgusto en pleno rostro:

-¡Maldito cierzo!