EN PRIMERA PERSONA

‘Cum laude’ en reconocer pícaros

La de inspector de tranvía debería ser considerada profesión de riesgo. Y más durante el Pilar, cuando los viajeros se disparan.

Esta sí es la máquina de la verdad, y no la de Telecinco.
'Cum laude' en reconocer pícaros
GUILLERMO MESTRE

«¿Cómo saco el billete?». «¿Puedo recargar dentro?». «¡Esto es una vergüenza!». Vaya estreno. Del tranvía en el Pilar. Y mío como revisor. Yo que pensé que iba a ser coser y cantar. Y cantar, sí, pero ‘Help, ayúdame’.


Salimos de Gran Vía, y la primera en la frente: una mujer me pregunta: «¿Esto sirve?». Pues no, las tarjetas de crédito aún no las reconoce el sistema de validación... Hay que explicarle que tiene que hacerse con una tarjeta ciudadana o de bus, o sacarse un billete antes.


A la altura de la Romareda, sube una viajera y se hace la despistada. La sigo con el rabillo del ojo. No ha pagado. Qué disyuntiva. Si ejerzo de revisor, tengo que denunciarla. Pero, como ciudadano, solo me queda admirar sus técnicas de escaqueo. ¿Qué hago? Pues nada. Entre que lo pienso y no, ya se ha ‘coscao’ de que hay inspectores, y corre a validar su tarjeta. ¿Eso vale? Pues tampoco. Me lo dice Fernando, un inspector ‘de verdad’: pueden denunciar a alguien si se comprueba que ha validado en una estación distinta a la que ha entrado.


«¿Tenéis algún truco para reconocer tramposos?», le pregunto. «Se nota rápido. A alguno le delata la cara de nerviosismo. Otros entran y luego se van moviendo por los vagones», me explica. También me pide que me fije en los que entran hablando al móvil, porque se les olvida pasar la tarjeta. Y que tenga cuidado con los niños. «No pagan hasta los cuatro años, así que los padres te dicen que tiene cuatro. Hasta que el crío suelta: “¡Mamá, que tengo cinco!”». Con los conocimientos básicos aprendidos, me ceden una de sus máquinas y comienzo mis prácticas de revisor. Y compruebo lo que me habían asegurado Salvador y Fernando, mis anfitriones en el viaje: que muchos te miran como ‘el malo’.


Paramos en la calle de Cantando bajo la lluvia. ¿O es en Los Pájaros? Con el Séptimo Arte me pierdo. Cambiamos de sentido, pero no de trabajo. Me recomiendan esconderme un poco: si la gente ve al revisor, se tensiona o se pone a validar convulsivamente. Cojo el aparato y me siento muy responsable. Rezo por no descubrir a ningún pícaro. ¡Que son 51,05 euros de multa –veinte menos si lo pagas en una semana– y hay que ir a cocheras a apoquinar! Tengo suerte: no solo está todo en regla, sino que hasta me sonríen. Es más, hay una madre y una hija que han ‘picado’ ¡tres veces! Me da pena no poder devolvérselo. Se lo daría de mi bolsillo, pero no llevo un duro. En la pantalla del miniordenador que me han dejado aparece la fecha y la hora en la que se validó el billete, el saldo que queda, los transbordos hechos e incluso la zona donde entraron al tranvía. Si sale el código 17, en la plaza del emperador Carlos V. Si es el 25, en Mago de Oz. Confirmo que está correcto.


Pero no hay paz para los revisores. En ese momento, una chica pasa su tarjeta por el detector, y sale la luz roja. No tiene saldo y pensaba recargar dentro. Fernando se acerca y le informa de que, para entrar al tranvía, siempre tiene que llevar al menos para ese viaje. Tendrá que bajarse en la siguiente parada. «Hoy llevamos tres sanciones. A dos adolescentes que llevaban el mismo billete desde hace dos días y a una chica de Gijón que iba con un 1,05 euros en la mano, porque pensaba que nosotros cobrábamos». «¿Y no os habéis compadecido?», pregunto, casi de manera retórica. «Es que ya le habíamos dicho en la parada que no se podía». Cuando me bajo, me doy cuenta de que este segundo viaje no lo he pagado. Vaya inspector.