Diego Ibarra

«La fotografía da luz y voz a los olvidados»

El fotógrafo reside en Pakistán y observa los conflictos del mundo con su cámara.

El joven fotógrafo Diego Ibarra, que ha estado en Colombia, Argelia, Libia y ahora reside en Pakistán.
«La fotografía da luz y voz a los olvidados»
ETHEL BONET

El periodismo es un oficio peligroso. Lo sabía Rodolfo Walsh, cuyas crónicas periodísticas acaba de publicar 451 editores (murió en una encrucijada con los militares y jamás se encontró su cuerpo), Manuel Chaves Nogales, rescatado ahora a lo largo y a lo ancho por Libros del Asteroide y Almuzara, y tantos y tantos otros que están en primera línea de fuego o allí donde hierve la injusticia. Bastantes, desde siempre pero especialmente en los últimos tiempos, han caído mientras recababan información, mientras registraban las sucesivas formas del horror y la miseria.


El padre y otras fotos con historia


Algo semejante le ocurre a Diego Ibarra (Zaragoza, 1982), al que igual podemos encontrar en Colombia, Italia, Argelia, en Libia hace muy pocas semanas o en Pakistán, donde reside ahora. Diego Ibarra es fotógrafo y de vez en cuando trabaja para la televisión y no duda en mandar una crónica o en ponerle leyendas a sus fotos. Leyendas que son historias completas: las palabras necesarias, las palabras justas para contar la vida en llamas.


Por ejemplo fotografía a un hombre de espaldas, apacible, y escribe: «Eusebio camina por la selva de Tolima, localidad colombiana célebre por ser la cuna de tiro fijo. Los civiles permanecen anclados en el olvido del confllicto estado-paramilitares-guerrilla».


Como si le pareciera que no ha sido lo suficientemente expansivo o riguroso añade de inmediato: «Eusebio es el abuelo de Carlos Humberto, un joven colombiano que perdió la pierna y el ojo tras la explosión de una mina antipersona. Durante medio año seguí a su nieto, desde Colombia a Barcelona, a través de una oenegé. Le prometí a la abuela de Carlos Humberto que volvería a Colombia con su nieto, y al final la oenegé delegó en mí la responsabilidad de llevarlo de vuelta a su casa. Gracias a una amiga colombiana de Nariño pude conseguir adentrarme en la selva, y tuve la suerte de no encontrarme con la guerrilla». Como tantos otros, como Gervasio Sánchez por ejemplo, Diego va a los sitios y se queda: es capaz de desplegar actividades humanitarias.


Diego Ibarra, ante todo, se siente fotógrafo y tiene imágenes que parecen realismo mágico del dolor, álbumes de sombras y sueños contra el espanto. Muchos de ellos se pueden rastrear en su web: www.diegoibarra.com.


Dice, desde Pakistán: «Mi primer contacto con la fotografía vino a raíz de la afición que tenía mi padre por la foto. Nunca se separaba de su Yashica. Y tras su temprana muerte, y al igual que le sucedía a Roland Barthes, el autor de ‘La cámara lúcida’, su recuerdo hizo crecer en mí la pasión de fotografiar y perseguir mis sueños. Tras acabar mis estudios de periodismo y gracias a la Asociación de la Prensa de Aragón pude empezar a formarme como fotógrafo en Latinoamérica, intentando seguir los contornos marcados de ‘las venas abiertas’ que Eduardo Galeano había descrito». ‘Las venas abiertas de América Latina’.


Noches lúcidas de Albarracín


Si hasta entonces había hecho fotografía de guerra o documental, acudió al Seminario Periodismo y Fotografía, que dirige el fotorreportero Gervasio Sánchez en Albarracín, y cambió de estilo. Más que cambiar de estilo, se aproximó a nuevos conceptos, a otras fotos, a experiencias más contemporáneas y en algunos casos más subjetivas.


«La fotografía comunica, nos hace más humanos, y su luz alumbra y da voz a aquellos testimonios silenciados y olvidados. Mi fotografía se centra en las consecuencias de la violencia, en la ausencia, en la pérdida. Intenta ser un mensaje para dejar constancia de que en este mundo existen el dolor, la injusticia, la impunidad, el olvido… pero también la esperanza», confiesa, y añade de inmediato: «No me considero un reportero de guerra. No puedo. No me interesa el silbido de las balas a escasos centímetros de mi cuerpo, sino las consecuencias que esas balas tienen sobre la población civil».

Pese a esa mudanza, son muchos los fotógrafos que sigue porque «cada uno aporta una mirada distinta, una visión y un concepto que enriquece el mundo de la fotografía. En esa diversidad está la clave». Entre otros, cita a maestros como Paolo Pellegrin, Jan Grarup, Francesco Zizola, Antoine D’Agata, Alex Webb, a quien podría parecerse un poco en la forma de mirar y de componer, y en la forma de usar un color empastado. Cuando piensa en maestros todavía más clásicos acude a nombres como Elliot Erwitt, Robert Frank, Eugene Richards...


«Crecí, como muchos, con las imágenes de Robert Capa o de James Natchwey. Y me enamoré de la película de ‘War protographer’, pero hace hace unos meses cuando, por fin, conseguí el libro de ‘Inferno’, me di cuenta de que había algo que no funcionaba en su lenguaje. De que no funcionaba para mí, quiero decir. Aquel lenguaje me resultó demasiado explícito. Algo parecido me ocurrió con la famosa frase de Robert Capa: ‘Si la fotografía no es buena es porque no has estado lo suficientemente cerca’. En realidad, me quedo con Henri-Cartier Bresson en su intento de encontrar ese punto en donde confluye la luz y el corazón».


Contar la vida con la luz


Señala Diego Ibarra que se percató de que existían otros estilos, otras modos de contar con la luz. «Ahora intento seguir a los fotógrafos de mi edad. Parece que han decidido apostar por lo que sienten a pesar de de las dificultades y de que el mercado ya no absorbe tanta fotografía documental».


Sin fama, sin focos, de búsqueda en búsqueda, peligrosamente, Diego Ibarra vive en el centro del volcán. «Hace unos meses regresé de Libia -dice-. Todavía me vienen a la memoria esos momentos huyendo de las bombas, del cuerpo a tierra esperando ese silbido eterno que no llegaba nunca, del olor a pólvora quemada, de compañeros fotógrafos caídos y de amigos secuestrados. Pero aún recuerdo con más fuerza los ojos vidriosos de los familiares de los caídos, de los desplazados, de las viudas y huérfanos que ha dejado y sigue dejando el conflicto. Por eso creo que ellos son los que se merecen ser escuchados para no ser olvidados. Ellos son los protagonistas. Por eso decidí irme a vivir a Pakistán, que es un país que vive casi a diario su particular 11-S». La fotografía es un poderoso instrumento de denuncia y un conjuro contra la muerte y el olvido.


Vivir en Pakistán no es precisamente fácil. Diego Ibarra solo tiene acceso a tres ciudades y necesita permisos para trabajar que se dilatan y se dilatan. Y que le desesperan. Explica: «Suelo trabajar con un conductor de las zonas tribales que se sabe mover bastante y con fotógrafos locales. La verdad es que ayuda bastante tener amigos paquistaníes fotógrafos. Estuvieron a punto de deportarme porque no me querían renovar el visado. Estuve un mes sin papeles y recibiendo amenazas. La embajada española se lavó las manos», revela.


El curso de su relato deriva hacia el absurdo cotidiano y hacia el miedo: «La policía me ha retenido alguna vez. Un día, que iba de camino a Mian Wali para hablar con los desplazados, cuando el ejército empezó la operación en Waziristán del sur, me retuvieron seis horas». Con todo, piensa que ha tenido bastante suerte. No se compadece de sí mismo: está allí porque así lo quiere. Por amor al oficio, por amor a la verdad, por amor al amor.


Recuento del miedo y la guerra


«En las inundaciones para evitar registrarme en los hoteles, y gracias a la astucia de mi conductor, me hice pasar por un desplazado. La vestimenta local ayuda. Aunque el verdadero problema son las agencias de inteligencia. Pakistán es un país imberbe, dispone de arsenal nuclear, pasan los suministros de la OTAN para Afganistán, hace visagra con China, y existe una guerra fría muy sucia con su vecina y eterna enemiga, la India. Estos factores, unidos a la inestabilidad, hacen que las agencias de inteligencia sean más fuertes que el propio gobierno», declara.


Diego Ibarra enumera un copioso anecdotario de peligros, insidias, malentendidos, episodios de cárcel, persecuciones. «Si estás en el momento no indicado puedes ir a la cárcel. Un amigo periodista pasó tres semanas en una cárcel pastún por no tener permisos y luego fue invitado a que dejara el país -añade-. Cubriendo las inundaciones casi me asaltaron tres bandidos. Menos mal que mi conductor estuvo listo. Durante una hora me estuvieron persiguiendo en coche tres tipos armados. Fue surrealista, como el anuncio de ‘Me gusta conducir’».