Knausgard, los puentes indisolubles

Los traductores Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo ofrecen ‘mi lucha’, 3.

Portada de 'La isla de la infancia 3'.
Knausgard, los puentes indisolubles
Alfaguara.

Lo primero, resolver la duda. ‘La isla de la infancia’ cumple con el dicho: no hay dos sin tres. Quién haya disfrutado con los dos primeros libros traducidos de ‘Mi lucha, lo hará, sin duda, con el tercero. Aquellos que empiecen a leer a Knausgard por este, su infancia, quedarán dentro. Porque lo que se desarrolla en este tomo, es una dinámica tan ágil como demoledora. Tan raíz como fondo del carácter del protagonista. Si en la tercera parte del incomparable A la busca del tiempo perdido de Proust, ‘El mundo de Guermantes’, se narra la infancia con un tono melancólico imborrable; aquí el escritor noruego también regresa en su tercera parte a la infancia. Pero con otro cariz muy distinto. Knausgard cuenta al dedillo todos los escalones que todo ser humano debe recorrer desde su inocente infancia hasta el rellano de la adolescencia. Y sale torcido y llorado como pocos. Y como pocos, vapuleado. Es decir, lleno de literatura de alto voltaje y magra ampulosidad. Porque es imposible no comparar este tomo con la reciente y apreciada película, ‘Boyhood’. Sencilla y llana, la trama; demoledoras y diáfanas, las consecuencias de lo ocurrido. Si Linklater acertó con alargar doce años el rodaje, el autor noruego en estas quinientas páginas ha explicado el origen de lo que son los otros cinco tomos. Origen del protagonista, fruto de la dispar relación con el padre y la madre y el alejamiento casi innato con su único hermano. Pero no se trata de desvelar nada de la trama. Si se puede decir sin temor a resbalar que lo que este autor consigue, en esta su tercera entrega, es continuar un ejercicio de honestidad demoledora por entrar sin subterfugios en su yo para no salir, o salir hecho otro. Cosa de la que quién de verdad sale ganando, es el lector. Ese que devora quinientas páginas como si fueran pipas en día de fiesta viendo el partido de su novio o el ballet de su chica.


No importa lo que pase luego. Esa tarde eterna y de tiempo medido, no la olvida nadie. La lectura de ‘La isla de la infancia’, menos. Puede que la infancia sea una isla, pero nadie puede hacer saltar por los aires el puente que la une con el resto de su vida.