El temblor de eternidad de un lector

Retrato del autor de 'Por qué escribo', que dará nombre a la Biblioteca Parque Goya.

El temblor de eternidad de un lector
El temblor de eternidad de un lector
Luis Grañena

Félix Romeo Pescador (Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) ocupó durante varios años la última página de ‘Artes & Letras’ en compañía del ilustrador Luis Grañena. Se sentía muy cómodo aquí: siempre estaba dispuesto a leer, en menos tiempo que nadie, la última novedad. Era capaz de engullir páginas y páginas durante una noche infinita. Desconocía la pereza y parecía moverse a sus anchas en el insomnio, en el silencio habitado de la madrugada. Abría los libros como si quisiera desventrarlos y señalaba algunos fragmentos doblando la página en forma de triángulo. Eso parecía innegociable.


Tenía un gran sentido del deber: le gustaba publicar la primera crítica de una novela, una biografía, un ensayo o un libro de poemas; todo le interesaba y la poesía era una enigmática forma de oxígeno y de búsqueda de mejores aires: adoraba a García Lorca, a Eloy Sánchez Rosillo, a Wislawa Szymborska, a la que entrevistó. Era codicioso de novedades, de voces y de descubrimientos. Le gustaba optar por los libros importantes: se "entregaba" a Paul Auster, Vladimir Nabokov, Saul Bellow, Philip Roth, Joan Didion, Houellebecq o Emmanuel Carrére con auténtico fervor. Con voluntad de descubrir matices, puntos de vista, perspectivas, nuevos caminos del pensamiento y de la creación. Quizá algunos de sus preferidos eran Bohumil Hrabal, Natalia Ginzburg, Tobias Wolff, Albert Camus, Jorge Semprún, Imre Kertész, Marguerite Duras, Georges Perec, Simone Weil y Ramón José Sender. Y también tenía afición a desmontar un prestigio que se había acrecentado con tópicos: no estaba de acuerdo con José Luis Sampedro, José Saramago o con Juan Goytisolo e intentaba demostrarlo con razones y con determinación. Aborrecía el relativismo. Lo que no nos servía a nosotros aquí no podía servir en ningún sitio, y no aceptaba el paternalismo ni justificaciones a la carta. Ahí podía revelarse reñidor.


Decía Rafael Conte (un zaragozano accidental que pasó días inolvidables de la niñez en Abiego, Huesca, a la sombra de su abuela) que él no tenía un método concreto para hacer una crítica. Su máxima era: "Las críticas se hacen como se puede, como salen, casi por pura intuición". Félix, con o sin método, poseía una visión propia, argumentación, principios, afán de hallar un discurso. Le fascinaba conversar con los libros y los autores, era un crítico dialéctico, alguien cuya misión es abordar el texto, navegarlo, despiezarlo en todos sus acentos o hundirse en sus hondonadas con voluntad de entenderlo e incluso de contradecirlo. Lo hizo, con más sentido del humor que impiedad, cuando se enfrentó a una publicación autobiográfica de Alejandro Jodorowski, donde el cineasta, dramaturgo, dibujante de cómics y más cosas hablaba de un intento de seducción a la escritora y pintora Leonora Carrington.


Los libros que más atraían a Félix Romeo eran aquellos en los que la vida y la literatura se fundían. Libros que emergían de las tripas y de los rincones oscuros de las familias. Libros como ‘El año del pensamiento mágico’ de la citada Joan Didion; libros como ‘Una historia de amor y de oscuridad’ de Amos Oz. Libros como ‘Tiempo de vida’ de Marcos Giralt.


Pero, en realidad, lo que definía a Félix Romeo era su entusiasmo, su voracidad, su sed de nombres y curiosidades, las historias ocultas de la escritura. Tenía una memoria esponjosa, una capacidad increíble de adueñarse de asuntos, ideas o creadores de los que media hora antes sabía poco. Por eso, en una conversación con él, mejor en una terraza del Paseo de la Independencia con un buen helado, podía elaborar un aleatorio diccionario (hizo varios: en catálogos de arte, en ABC Cultural, en conferencias, en artículos) de nombres y de sueños: de cineastas como Zhang Yimou, David Trueba, actrices como Elena Anaya, fotógrafos, artistas, dibujantes de cómic, historiadores del arte y del cine, recetas de cocina, cuestiones de ciencia, poetas andaluces, músicos como Amaral, cantantes inadvertidos como Quique González o Rafael Berrio, revistas españolas o los grandes exiliados aragoneses: Alaiz, Ascaso, Arana, Jarnés, Buñuel, Julio Alejandro... Para él, el mundo se agigantaba cada día en un entramado de laberintos. Vivir era aprender y disfrutar. Vivir era extraviarse en gozosas aventuras. "Un sueño: en una casa que arde estoy leyendo un libro en llamas", dice Charles Simic y se me antoja una frase para él. Una frase que bien podría contener su exuberancia, su lucidez, su pasión por la felicidad. Quería tener razón en casi todo.


Félix Romeo, hijo de Carmen y Félix, fue el hijo varón que nunca tuvo Labordeta, fue de los primeros en percibir que vivíamos con un hombre rabiosamente humano, y por tanto contradictorio, que se haría mito y que era leyenda en vida. Fue el protector de Javier Tomeo, y su entusiasta incondicional. Apoyó durante mucho tiempo a Antonio Fernández Molina, hermano de ficciones de Gómez de la Serna. Fue un constante defensor de los libros y de las nuevas tecnologías, quizá fuese el primer columnista o crítico que le dedicó una serie a las páginas web y a las bitácoras de autor, esos caminos que se bifurcan en la red. Y fue, sin duda, un gran enamorado de las bibliotecas. Tuvo varias. En Madrid y en Zaragoza, bibliotecas vividas, caóticas, apabullantes de contenido, el puro arrebato del papel, la lección infinita de los volúmenes. Practicó "el entusiasmo personalizado", sentencia feliz de José María Serrano. Que el Ayuntamiento de Zaragoza haya dado su nombre a la nueva Biblioteca de Parque Goya es un acto de justicia poética, un acierto y una buena noticia. El mejor homenaje. Pocos han querido tan incondicionalmente esta ciudad y pocos, muy pocos, se han sentido tan sojuzgados por el lenguaje, la letra impresa, la existencia y la belleza que emerge de los libros con su fogonazo de verdad, con su temblor de eternidad. Él, con su cerebro incansable, era toda una biblioteca.