Una madre siempre es una madre...

N?os parece un obviedad, o una verdad de perogrullo, pero una madre siempre pervive en nosotros. Nos marca tanto, que su presencia, primero, y su ausencia, después, sigue mandando en nuestras vidas, porque todo lo que hacemos nos lo ha determinado de una u otra manera, y porque conforme avanzamos en la vida nos vamos pareciendo más a todo eso que queríamos, adorábamos o rechazábamos de ella. Y, aun sin ella, seguimos celebrando el Día de la Madre.

La 'madre selva'. Emilio Pedro  Gómez, en brazos de su madre, en la plaza mayor de Astorga.
Una madre siempre es una madre...

Conviví a solas con mi madre los dos años más duros del alzheimer, cuando todavía no había olvidado hablar, deglutir, caminar… Pero no sabía que ya no recordaba e inventaba el presente en un falso pasado, a cada instante. Me llamaba Miguel y estaba llamando a un muerto (mi padre). Se desesperaba buscando a sus hijos por la casa, intentando preparar torpemente el desayuno que acababa de concluir…


Para mí siempre ha sido madre selva. Sus ramas protectoras me invadieron la infancia y el arranque de la adolescencia. Su cariño, manifestado también en física ternura, pervivió hasta el final. Vulnerada por el mal del alzheimer, cercada en un breve reducto de pensamiento autónomo y de expresión verbal, nunca dejó apagarse su comunicación afectiva. Esa fue la herencia primordial que nos dejó: aprender el amor desde dentro como fuente y guía de relación con el mundo.


Todavía, cuando he de tomar una decisión más o menos importante, aparece en mi mente el filtro analítico que mis padres -cada uno por su lado- harían de la situación. Esa referencia ética, su práctica vital de la honradez, pervive frente al paso del tiempo.


Me contagió también su entrega a la poesía, la pasión con que recitaba unos poemas que había aprendido en su primera juventud y que ni siquiera su cruel enfermedad, ya invadida de olvido, le arrebató de la memoria.


Tal vez, los dos primeros y los dos últimos versos del poema que le escribí el día después de su muerte, expresan la sensación que me invade cada vez que la pienso:


Ahora que no estás

nunca me faltas.


Sucedes a través

de lo desconocido:

el átomo infinito

la dulzura sin dueño…


Has dejado en mis manos

un hueco de paloma

que respira.


Murió el 11 de diciembre de 2004, con 85 años.


Emilio Pedro Gómez García, poeta.


En su primer viaje a Venezuela en 1956, mi madre Gloria conoció al amor de su vida. Un año después se casaba en Caracas y yo nacía dos años más tarde en Lagunillas del Zulia, a orillas del lago donde mi padre pilotaba gabarras de la petrolera Shell, en Maracaibo. Gloria mientras tanto amueblaba la casita de empleados de la empresa, preparaba la comida, me llevaba al colegio y se adaptaba a una tierra extraña y muy diferente de la España que había dejado atrás. Después nació mi hermana Diana. Con ganas de volver a ver a la familia regresaron a España en 1962 donde se instalaron en Pamplona. Allí nació mi hermana Marta. No había trabajo en una España empobrecida y la familia migró esta vez al Canadá, donde la falta de trabajos adecuados y el frío del norte les empujaron a probar suerte de nuevo en Venezuela. Fuimos a vivir esta vez a Mérida, la ciudad andina donde mi madre trabajó de secretaria en una consulta médica. El trabajo de mi padre, en la ahora desaparecida compañía aérea Avensa, nos llevó a otra ciudad andina, San Cristóbal. Allí Gloria después de llevarnos al colegio, distribuía productos de belleza de Avon. Finalmente mis padres decidieron trasladarse a Caracas donde ella se sacó el carné de conducir y se hizo vendedora de editorial Bruguera y plásticos Hojafán.


Cuando yo tenía 14 años y mis hermanas 10 y 9, mis padres vieron un futuro incierto para sus tres muchachas y volvieron a Zaragoza en 1973. Mi madre tuvo muchas dificultades para encontrar un piso de alquiler y trabajo, mientras mi padre se enrolaba de nuevo en la marina mercante. Comenzaba nuestra vida en España.


Gloria ha sido siempre un ejemplo de modernidad, valor, resistencia, coraje, alegría y amor.


Gloria Cuenca Bescós, paleontóloga


El 18 de junio Felicitas cumplirá 90 años. Cada vez que se lo recuerdo me dice: "Si Dios quiere" Nunca pensó llegar tan lejos pero, ahora que lo ve tan cerca, le parece muy poco. El pasado se le ha pasado volando y ha desarrollado un espectacular sentido del Carpe Diem. Se levanta a las siete y se acuesta a las diez de la noche. De esas 15 horas despierta solo se aburre unos cinco minutos, hacia media tarde. Menos planchar y barrer, hace de todo. Lo que más le relaja es regar las plantas y lo que más le reconforta es rezar rodeada de estampas de vírgenes y de fotos de los suyos. Pero lo que más le alegra es ver entrar en su casa a los suyos. Escribe en su diario con una disciplina total. Mientras lo hace me consulta dudas como esta: "En ‘llamé a mi amiga Gonzalina´, ¿la a se escribe con hache?". Lamentó que la respuesta fuera negativa: "Vaya, le había puesto la hache. Me daba pena verla tan solica". Tiene mucha gracia. "No hay nada más feo que un viejo por la mañana", murmuró al mirarse al espejo recién despertada. Hace restas y multiplicaciones, aunque se niega a que se las corrija. Pero esa gimnasia mental es una bendición para ella. Mayela, una dulzura de Nicaragua, nos ayuda en las tareas de la casa. Mi madre le ha enseñado a hacer su tortilla de patata y a jugar al guiñote. Felicitas se encana cuando ahorca el tres de triunfo. Por la tarde, paseamos por la ribera del Ebro y me cuenta las cosas que se le pasan por la cabeza. Ahora sueña con el día de verano en el que volvamos a la casa de Lechago donde ella nació y ella nos parió. Detesta sentirse sola y le tiene miedo a las tormentas y a la oscuridad. Pero lo que más miedo le ha dado siempre ha sido perder a los seres queridos. En 90 años hay tiempo para ver a demasiada gente cercana despedirse de la vida. Es lo único que le rompe de melancolía. Pero se ha prohibido venirse abajo. Como le pasaba a Rafael Azcona, cada mañana, al abrir los ojos y comprobar que sigue aquí, se pone muy contenta y le entran ganas de cantar. Felicidades, mamá.


Luis Alegre Saz, profesor