El fin de una época

La brillante carrera política de Rodrigo Rato, marcada por la gestión de la economía en los gobiernos de Aznar, contrasta con su desempeño posterior a su paso por el FMI y su caída en desgracia final.

Rodrigo Rato, al salir ayer de su despacho en Madrid.
Rodrigo Rato, al salir ayer de su despacho en Madrid.
p.-p. marcou/afp

La caída gradual de Rodrigo Rato, que ha culminado con su detención por unas horas y con el registro de su domicilio por la Agencia Tributaria en busca de indicios de delitos de alzamiento de bienes, blanqueo de dinero y fraude fiscal tras haber utilizado insólitamente la amnistía fiscal de 2012, compendia con patético realismo la falta de escrúpulos de un personaje perteneciente a una elite social y política que ha terminado provocando la airada reacción social a la que estamos asistiendo.


Una reacción que ya ha suscitado mudanzas en el sistema de representación y que provocará sin duda cambios relevantes en los futuros equilibrios políticos en España.


Rodrigo Rato, perteneciente a una aristocrática familia asturiana –su padre, Ramón Rato, fue banquero y fundó Radio Nacional de España junto con Víctor de la Serna, Ernesto Jiménez Caballero, Juan Aparicio y Dionisio Ridruejo, antes de fundar él también la cadena de emisoras Rato–, fue nada menos que ministro de Economía y Hacienda en la primera legislatura de José María Aznar y vicepresidente económico en la segunda, por lo que puede decirse que suya es la autoría del proyecto económico de la derecha española tras la etapa de Felipe González.


Y en 2004, cuando Aznar designó a su sucesor una vez consumada su decisión de no presentarse a las siguientes elecciones, compitió con el actual presidente Mariano Rajoy y con Jaime Mayor Oreja, por lo que estuvo a punto de alcanzar la presidencia del Partido Popular y quién sabe si la presidencia del Gobierno.


Tras su salida del Ejecutivo, todo ha sido cuesta abajo: convertido en director gerente del Fondo Monetario Internacional en 2004, con el apoyo de todas las fuerzas políticas y económicas del país, tiró la toalla tres años después «por razones personales», sin ver, aparentemente, que un cargo así no puede arrojarse frívolamente por la borda porque también está en juego el prestigio del Estado de procedencia. Ya en España, se lo rifaron los bancos y diversas empresas, se empleó en la banca de inversión Lazard y acabó presidiendo Bankia, con el desastroso resultado conocido.


Hoy está siendo investigado por las fuertes sumas que cobró de Lazard, que a su vez firmó jugosos contratos con Bankia, y está imputado por diversos delitos societarios por la salida a bolsa de la entidad, así como por administración desleal y otros delitos por las tarjetas ‘black’, después de que él mismo utilizase la suya profusamente.


El colofón ha sido la noticia de que se acogió a la regularización de 2012 y de que se le acusa de varios delitos económicos. Sus amigos de siempre en el Partido Popular lo han dejado caer, lógicamente, porque nadie acompaña a nadie a estos resbaladizos deslizaderos.


Y la opinión pública confirma, también horrorizada, que las cosas eran como parecían, que en un cierto momento este país se salió de madre, aunque la crisis, agravada por tantos abusos antiguos, la hayamos terminado pagando entre todos.

Es claro que esta degradación, tan semejante por cierto a la de la familia Pujol –también el padre de Jordi Pujol fue banquero–, no ha sido general, que muchas personas que estuvieron en lo público esos años cumplieron con su obligación y se ciñeron a los imperativos morales. Pero es evidente que ha habido una grave falta de rigor en el control y una gran lenidad en el juicio que ha hecho posible que llegáramos hasta aquí.


La exigencia social a los partidos políticos es hoy, por todo ello, mucho mayor, y el surgimiento de nuevos actores obligará a los antiguos a mantener un celo especial, a actuar con una prudencia exquisita y a establecer un control radical sobre quienes gestionen el dinero de todos.


El espectáculo es tan bochornoso que el ánimo de enmienda surge espontáneamente. Ojalá que seamos capaces de renacer de las cenizas en la próxima legislatura.