"La memoria es un metal más resistente que el olvido"

Julio Llamazares presentó en Cálamo ‘Diversas formas de mirar el agua’, la novela de la inundiación.

Llamazares se libera de un fantasma y de una porfía.
"La memoria es un metal más resistente que el olvido"
Guillermo Mestre

-De entrada, ¿qué significa para usted Vegamián o la memoria de Vegamián?

Sigo sin saberlo bien. Todo y nada al mismo tiempo. Todo porque mi vocación literaria viene de allí y nada porque Vegamián ya solo es un nombre en mi memoria y en mi imaginación.


-¿Cómo fue aquel viaje, creo que con casi treinta años, a los restos de Vegamián? ¿Qué vio, qué le conmovió?

Fue un viaje por sorpresa, un descubrimiento inesperado. Yo no sabía que habían vaciado el pantano después de 15 años de cerrada la presa cuando llegué allí para localizar exteriores para el rodaje de una parte de una película (‘El Filandón’, de José María Martín Sarmiento) que había escrito yo y me encontré de golpe con el espectáculo. Imagínate: el valle entero al descubierto, sin color, sin sonidos, sin vida de ninguna clase y con las ruinas de los pueblos sumergidos en medio del lodo como despojos fantasmagóricos y surrealistas. Era el paisaje del fin del mundo. Imposible contar esa impresión. Y menos la de entrar hundiéndote en el lodo en Vegamián, en la escuela de mi padre (que aún conservaba el encerado en la pared, por cierto), en mi casa, llena de fango y de truchas muertas, atrapadas entre los escombros. Tendría que ser mucho mejor escritor de lo que yo soy para poder contar con palabras esa conmoción.


-¿Por qué cree que acude una y otra vez esta historia a su cabeza? Incluso ha llegado a escribir un texto, más bien alegórico, con ilustraciones del oscense Antonio Santos...

Porque posiblemente es la historia de mi vida. Por cierto, que el texto al que te refieres, ‘El valor del agua’, un relato que es un poco el embrión de mi última novela, está inspirada en la historia de una vecina de Tiermas, en el Pirineo de Huesca, que leí en un libro de Marisancho Menjon sobre los pantanos aragoneses que prologué: la vecina, antes de abandonar su pueblo, recogió un puñado de tierra de cada una de sus fincas para que la arrojaran sobre su sepultura cuando muriera.


-Siempre he tenido una curiosidad especial... ¿Cómo fue su padre, cómo le marcó, qué le dio para sus ficciones?

El otro día, en León, me saludó un señor por la calle que había sido compañero de mi padre y me dijo: "Tu padre fue una gran profesional y una gran persona". Pues eso: mi padre fue un maestro de los de antes, una persona entregada a su profesión, que era su vocación también, y a su familia. Era también muy estricto. Y honrado a carta cabal. Y muy abierto de ideas pese a la época que le tocó vivir. A mí siempre me recordó al maestro del poema de Machado ("Una tarde parda y fría de invierno / Monotonía de la lluvia en los cristales / El maestro, un anciano enjuto y seco, va diciendo la lección", o algo así), pero también al de ‘Muerte de un apicultor”, la novela del sueco Lars Gustafson cuyo protagonista era un maestro rural aficionado a la apicultura y a los paseos como mi padre. En fin, que a mí me marcó mucho para la vida. Como a todas las personas, supongo, les marcarían los suyos.


-¿Qué ha querido hacer en ‘Distintas formas de mirar el agua’?

Posiblemente responder de una vez por todas a la pregunta que más me han hecho los periodistas a lo largo de toda mi vida: cómo ha influido en mi escritura y en mi personalidad el hecho de haber nacido en un pueblo sumergido bajo el agua.


-¿Cuándo se le ocurrió la estructura de la novela?

Para mí el título y la estructura de las novelas son fundamentales. Hasta que no los tengo no empiezo a escribir. La estructura de ‘Distintas formas de mirar el agua’ tiene que ver con el título y con el segundo tema que aborda la novela junto con el del desarraigo: la relatividad de la mirada humana. De ahí que la historia esté contada por dieciséis personajes y no solo por uno. O por un narrador omnisciente, que también habría podido ser. La estructura aquí se convierte, pues, en un argumento más de la novela.


-¿Es de nuevo una crónica de un desarraigo, de una obsesión, o del extraño parentesco que uno tiene con el lugar donde nació y del que lo expulsan?

Una crónica más, pero diferente. Al final, todos mis libros son variaciones sobre una melodía única (como ocurre con los músicos de jazz), sobre una misma frase musical, o sucesivos círculos concéntricos a partir de una piedra arrojada al agua hace mucho tiempo.


-¿Tuvo siempre claro que las voces no fuesen exactamente voces diferentes, en el sentido literario, sino una voz coral, una voz que interpela y glosa a la vez la vida y la terquedad de abuelo?

Yo no hablaría de terquedad. Diría mejor que la actitud del protagonista (que, por cierto, es el único que no habla, porque está ya muerto) es una reacción de autodefensa ante la vida. Yo conozco a personas que no han vuelto nunca al lugar del que las expulsaron, o no han vuelto a pronunciar el nombre de un hijo muerto, por ejemplo… Es una forma de evitar el sufrimiento, o de mitigarlo al menos. Respecto a lo de la voz coral la novela para mí remite a las tragedias griegas, aquellas obras en las que los personajes llevaban máscaras (‘Personae’ en griego; de ahí viene persona, personalidad, personaje, etc.) que, al final, eran, juntas, el rostro del autor.


-¿Que sorprende más: la resistencia al olvido o el deseo de que esparzan tus cenizas en el lugar al que, tras la inundación, no has querido regresar jamás?

Depende de cada persona. Yo, personalmente, pienso que el olvido es un metal muy resistente, pero la memoria más. Aunque al final siempre acabe triunfando aquél.


-En su obra, rural y urbana, hay siempre una mirada especial, honda, hacia el paisaje. ¿Qué significa para usted, qué le da?

Es que el paisaje es fundamental. El paisaje no es el decorado ante el que se desarrolla nuestra existencia, sino el espejo en el que reflejamos. Y ese reflejo influye en nosotros, nos condiciona, nos determina. El paisaje nos hace ser como somos. Aparte de otros factores, claro.


-No sé si piensa que la cultura ha perdido prestigio, valor social... Se habla de falta de un empeño cultural de futuro ¿Por qué sería eso, qué es lo que ha pasado para que un instrumento de convivencia y de modernidad tan poderoso haya caído también hacia el abismo?

Por criterios económicos. Vivimos en un tiempo en el que la economía, el rendimiento económico, la productividad, lo determinan todo. Y la cultura no da mucho dinero, al menos a corto plazo. De ahí que a mucha gente la cultura le parezca un lujo superfluo, cuando en realidad se trata de un artículo de primera necesidad, como el pan. Y, además, la cultura, a largo plazo, además de hacer personas mejores y, por lo tanto, países mejores, es rentable también desde el punto de vista económico. Pero, en fin, esto es difícil de explicar a una gente que incluso considera superfluas la educación y la sanidad porque cuestan y no dan beneficios económicos salvo privatizándolos.