Aramburu: una puerta abierta

El escritor donostiarra, que estudió en la Universidad de Zaragoza, publica un volumen híbrido y valiente.

Aramburu: una puerta abierta
Aramburu: una puerta abierta
Luis Grañena

Desde la misma cubierta, en la que nos desafía un niño al que no es difícil identificar inmediatamente con el autor, casi cincuenta años atrás, sabemos que estamos ante un libro especialmente personal de Fernando Aramburu, tal vez para comenzar a cambiar el haber sido "tal vez pudoroso al limitar el espesor confesional de mi literatura" (p. 106). Pero aunque aquí encontramos, en efecto, pequeñas piezas autobiográficas que ayudarían a reconstruir ese rompecabezas que es toda vida, ‘Las letras entornadas’ es ante todo un libro misceláneo en el que al autor donostiarra ha reunido textos dispersos sobre literatura, sobre la lectura o sobre diferentes temas periféricos.


Así, aprovechándose de la creciente elasticidad del concepto "novela", se presenta reconvertida en tal una reunión de artículos, reseñas o discursos, muchos magistrales, y en uno de ellos Aramburu, como si nos estuviera dando pistas sobre el libro presente, opina que, del mismo modo que no se puede hablar de paella si no contiene arroz, el elemento mínimo para poder considerar novela a un texto es la presencia de algún personaje de ficción.


En este libro hay dos, protagonistas de pequeñas piezas que hacen de transición entre los textos recogidos: un tal Aramburu, trasunto transparente del autor, y ‘el Viejo’, un personaje muy poco perfilado, insatisfactoriamente caracterizado, pero por motivos muy deliberados que se entienden en la última frase del libro y que reducen aún más esa lista de criaturas, con lo cual si ‘Las letras entornadas’ es una novela es, como en fútbol las victorias por 1-0, por la mínima.


También la trama es de una delgadez extrema: todos los jueves durante casi un año ‘Aramburu’ acude a casa de ‘el Viejo’ para hablar de libros mientras van vaciando la apetitosa bodega que el segundo ha ido reuniendo durante décadas, lo cual da pie a brevísimas anécdotas y reflexiones que de algún modo adelantan o matizan el texto siguiente (como la que se pregunta "¿de qué le sirve al escritor el dominio de la técnica y el idioma si él es un individuo de experiencia reducida o si carece de sensibilidad para comprender estas o aquellas cuestiones que afectan a lo más profundo del ser humano?": p. 89). Esos encuentros nocturnos constituyen el débil pegamento narrativo que justifica la yuxtaposición de los artículos, entre los cuales encontramos testimonios emocionantes (como aquellos en los que alude a sus padres), palabras impecables (su discurso al recoger un premio por los excelentes cuentos de ‘Los peces de la amargura’), pequeñas semblanzas de Thomas Mann, Gabriel Celaya o Blas de Otero junto a balances de la obra de Vicente Aleixandre o reflexiones sobre ‘Crimen y castigo’ o “Casa tomada”.


Hay otra meditación en la que Aramburu aclara el título del conjunto: "Tocante a la literatura, nada me complace tanto como compartir entusiasmo. Y puesto que no abrigo la pretensión de pronunciar la última palabra sobre nada ni sobre nadie, prefiero dejar las letras entornadas, de forma que quienes, por circunstancias de la edad, vengan más tarde (si es que alguno viene) no se encuentren con la puerta cerrada" (p. 220), y, coherentemente, dedica muchas páginas a lecturas agradecidas y generosas de autores más jóvenes como Félix Francisco Casanova, Pilar Adón, Juan Gracia Armendáriz o Marcos Giralt Torrente, de cuyo inolvidable ‘Tiempo de vida’ se aplaude ese "no estilo o estilo transparente, de agradable naturalidad" (p. 101), que también se puede atribuir a la prosa de Aramburu, escritor convencido de que "la sencillez, en literatura, es lugar adecuado para el acomodo de toda clase de sutilezas psicológicas o para ejercer con ella el pensamiento profundo" (p. 104), lo cual le emparenta con otros narradores españoles de primera categoría que, aunque disfrutan también de un merecidísimo prestigio, merecerían algo más de visibilidad, como su paisano Ramon Saizarbitoria o nuestro José María Conget.


Supongo que todos compartirían una máxima de ‘el Viejo’ que no por consabida es menos necesaria: "Quien enriquece la realidad colectiva con obras bellas, divertidas, beneficiosas, añadió, no ha vivido en vano. Quizá en esto consista la sabiduría, en tener la generosidad y la elegancia de dejar el mundo, dentro de la pequeña área vital que a cada cual le corresponde, un poco mejor de lo que era antes de su llegada" (p. 77). Fernando Aramburu, con tenacidad y muy buenos logros, está en ello.