ESPACIO

Un desguace en el espacio

La basura espacial es un problema cada vez más serio. Una cantidad desconocida pero creciente de chatarra envuelve al planeta, amenazando a los satélites operativos, a los trasbordadores y a los astronautas. Las agencias tratan de hacer inventario de tanta quincalla.

Antes de nacer, la Estación Espacial Internacional (EEI) estuvo a punto de morir. En 1999, el sueño de la astronáutica mundial, fruto de la colaboración de 15 países, pudo perderse en el espacio. Durante más de hora y media la nave vagó sin control, impasible a las órdenes que, desde la Tierra, intentaban desviar los dos módulos que entonces formaban la denominada estación Alfa de la ruta de un cohete ruso abandonado, cuya fuerza de trayectoria podía hacer desaparecer. Finalmente, tras una semana de tensión en la que rusos y estadounidenses se echaban mutuamente las culpas del previsible desastre, la EEI se salvó, casi de milagro. El cohete pasó a unos siete kilómetros de ella.


No corrió la misma suerte uno de los paneles solares que alimentaban al telescopio Hubble, perforado en 1997 por el impacto de un objeto, o el satélite francés Cerise, que empezó a dar tumbos por el espacio tras toparse con un fragmento del cohete Arianne. Tampoco el satélite soviético Cosmos 1275, que explotó en 1981. Aunque no se pudo asegurar la causa de este siniestro, los expertos tienen un sospechoso: la basura espacial.


Después de más de 40 años de carrera espacial, la conquista del cosmos ha supuesto muchos beneficios para la Humanidad, especialmente en el campo de la ciencia, las telecomunicaciones o la navegación. En la actualidad existen cerca de un millar de satélites en funcionamiento, lanzados por diversos países. Sin embargo, según datos de la Agencia Espacial Europea (ESA, por sus siglas en inglés) las agencias espaciales vigilan la trayectoria de más de 9.000 objetos fabricados por el hombre y que campan a sus anchas por las órbitas terrestres. La conclusión es clara: el 95% de los fragmentos que se siguen desde tierra son basura espacial, restos inútiles de los casi 6.000 satélites que se han puesto en órbita desde el lanzamiento del Sputnik en 1957. El material es variado: satélites inutilizados, fases de cohetes, aparatos no operativos, piezas de maquinaria liberadas durante las operaciones, fragmentos diversos, pintura, herramientas, reactores nucleares y elementos curiosos como el guante que el astronauta estadounidense del Géminis 4 Edward White perdió en 1965, como quien olvida el paraguas en una tienda.


Con tanta chatarrería en órbita, no es extraño que las agencias espaciales empiecen a preocuparse. En estos momentos, pululan por ahí arriba entre 150.000 y 200.000 fragmentos metálicos de diversa índole, según datos del Instituto Astrofísico de Canarias (IAC). Miquel Serra, astrónomo del IAC y responsable de un programa sobre identificación de este tipo de restos puesto en marcha por la ESA, lleva ocho años escrutando el espacio sobre nuestras cabezas desde el Observatorio del Teide.


Atención: tráfico denso


El objetivo, explica Serra, es "elaborar un catálogo de basura espacial, vigilar si los restos se mueven o caen y detectar chatarra nueva". Todavía faltan algunos años para que este catálogo esté completo, y la ESA deberá entonces sacar sus conclusiones y estudiar cómo abordar el problema.


En este tiempo, Serra y su equipo han localizado "entre 3.000 y 4.000 nuevos restos" de hasta un centímetro de diámetro. Los hay más pequeños, y a priori resulta difícil de entender que una inofensiva tuerca de "caminata espacial" pueda convertirse en un arma letal. La respuesta está en que todos estos objetos orbitan a una velocidad de unos diez kilómetros por segundo, mientras que la bala de un fusil va a 800 metros por segundo. Por tanto, a juicio de los expertos, un fragmento de unos 80 gramos lleva la energía cinética equivalente a la explosión de un kilo de TNT, suficiente para destruir un satélite de 500 kilos. Un dato que da que pensar.


Según la ESA, la mayor parte de la basura está repartida entre la órbita geoestacionaria, a 36.500 kilómetros de altura y donde se sitúa la mayor parte de los satélites de telecomunicaciones, y las LEO y Polar, entre 200 y 3.000 kilómetros y donde operan los satélites científicos y militares. La EEI orbita a 400 kilómetros de altura y, a juicio de Serra, "debe ser cuidada con esmero, así como los trasbordadores que se dirigen a ella". No es un tema baladí. En los últimos años, los tripulantes de estas lanzaderas han tenido que maniobrar bruscamente al menos en seis ocasiones para no chocar contra algún resto sin rumbo y a lo loco.


Limpiar el espacio es bastante complicado. Ha habido algunas propuestas, como el proyecto alemán Teresa, que pretendía recoger los objetos más grandes mediante una suerte de "camión de la basura" que enlazaría con un cable a cada trozo de chatarra. Después, el vehículo colocaría la recolección en una órbita baja para que se destruyera al entrar en la atmósfera. La NASA también diseñó el proyecto Orión, un láser de alta intensidad instalado en la superficie terrestre que limpiaría las órbitas. El problema de ambos programas era su elevado coste.


"Casi toda la basura que hay ahí fuera podría haberse evitado", asegura Miquel Serra. Pero existen, dice, "intereses económicos" que lastran los proyectos de limpieza. "Es más caro dotar de más combustible a un satélite para que baje cerca de la atmósfera y sea destruido que abandonarlo a su suerte cuando su misión ha terminado", asegura este astrónomo. La última en sumarse a la lista ha sido la sonda Ulysses, condenada a vagar por el espacio en una odisea más larga que la del legendario personaje de la mitología griega.


Así que, de momento, la quincalla espacial seguirá su errático deambular. Como decía Buzz Light Year, el robot protagonista de la película "Toy Story", "hasta el infinito, y más allá".