Escombros sobre escombros

Cuando el panorama dantesco de una ciudad derruida y una población diezmada vaya quedando atrás en el tiempo, cuando una nueva desgracia masiva en otro lugar lejanísimo del planeta desvíe la atención de la ayuda internacional, cuando Haití consiga empezar a superar la catástrofe del martes 12 de enero de 2010, quedará muchísimo por hacer.

 

Puerto Príncipe es hoy el infierno, pero Haití lleva varias décadas pareciéndose demasiado a una pesadilla. Un ejemplo: el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo ejerció de terremoto sanguinario en el otoño de 1937, cuando ordenó la matanza de 17.000 ciudadanos del país vecino para dominicanizar la frontera que separa ambas naciones, y reducir el número de haitianos en su país. Luego, los Duvalier se encargarían de sembrar el terror en su propio territorio (el hijo aún era más demoníaco que el padre) y desangrarlo de manera brutal, hasta matar su esencia como sociedad.

 

Los 'desgobiernos' de Aristide en los 90 y los albores del actual milenio no hicieron sino acrecentar la desesperación de su pueblo, mientras a él se le pudrían millones de dólares en los sótanos de su palacio presidencial (destruido, por cierto, en el terremoto del martes); la gestión del actual presidente, René Preval, ha sido un ejercicio de demagogia, de 'laissez faire' en una sociedad sin instituciones, ni recursos, ni industria, ni comercio más allá del minorista de cuarta división. Entre todos la mataron (Haití no tiene siquiera un papel de figurante en la opereta americana dirigida por las barras y estrellas) y ella sola se murió: las únicas luces en Haití las ponen Oxfam, Médicos Sin Fronteras, la Cruz Roja y alguna otra oenegé con menos impacto mediático.

Ni turismo, ni nada

El hecho es que ni siquiera el turismo, otrora floreciente, aporta nada a la balanza de pagos local. Las remesas de los haitianos en el extranjero, que llegan sobre todo desde Miami, son el único sustento de muchas familias, además de la emigración (como sea, para lo que sea) a República Dominicana a través de una frontera muy permeable.

 

Ayer se multiplicaban las movilizaciones populares de ayuda en todo el territorio de la antigua Quisqueya, nombre que daban los indios taínos al lado este de la isla Hispaniola que comparten República Dominicana y Haití. No obstante, la sociedad dominicana mira por encima del hombro a sus vecinos, que son objeto de chistes y burlas en el día a día.

 

Y no es raro que todo aquél que viaja a Haití desde Dominicana regrese contando historias para no dormir, cuando la situación en territorio dominicano dista mucho de los estándares de Jauja. Lo malo es que la verdad es aterradora: desde que se cruza la frontera solo se ve pobreza, deforestación, conversaciones a gritos (es la forma habitual en el campo de hablar el creole, variación local del francés) y la nada más absoluta. La capital siempre fue un caos urbanístico que ahora, por desgracia, se limita a un montón de escombros. Y las preciosas playas del país no están vírgenes, sino destartaladas.

 

Hasta la famosa isla Tortuga, otro polo de atracción para los turistas hace unas décadas, se asemeja hoy a un puerto fantasma digno de la fantasía hollywoodiense. Estuve una vez en la capital, otra en un reportaje en la frontera y, sinceramente, deseé no volver nunca más. Supongo que es la reacción lógica de un pequeño burgués al encontrarse de cara con el germen del miedo, sobre todo si el encuentro tiene como telón de fondo el silencio y la desolación.

 

Cuando se limpien las calles, se llore a los miles y miles de muertos y se levanten los edificios, hay que izar muchas otras cosas. Se trata de ayudar de verdad, reponer los cimientos de una sociedad cuya miseria y falta de expectativas de recuperación rebasa lo asumible por el común de los mortales. Hay que ir más allá de los contenedores de latas y medicinas, los rezos y las palabras bonitas. Aunque solo sea por acallar nuestras conciencias aburguesadas.